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Columna
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¡Al coche!

Termina el verano y empieza la vida, y empieza justo donde la dejamos, en Leroy Merlin. Los centros comerciales de la región se vieron desbordados durante los primeros días de este puente por la afluencia masiva de visitantes, una avalancha de gente, según la crónica de este periódico, que provocó el caos circulatorio y, es de suponer, una enorme sonrisa en las cajas registradoras de esos absurdos multicentros, supertiendas, megacosas que crecen como setas, setas atómicas, en los alrededores de nuestra ciudad y del resto de las ciudades del mundo. También los llaman grandes superficies, lo cual no deja de ser un término muy vago. ¿Grandes superficies de qué? Me cuesta imaginar que al regresar de las vacaciones tantos madrileños no tengan otra cosa en la cabeza que agarrar de nuevo el coche para adentrarse en ese mar de rotondas que conduce inexorablemente a los super multi mega sitios donde se supermegamulticompran todas esas cosas que ya tenemos, pero que hemos guardado en cajas de Ikea para que no estorben. Hagamos números. ¿Cuántos serruchos se vendieron ayer mismo en Leroy Merlín? ¿Y para qué? ¿Qué vamos a construir con ellos? ¿Sillas de Ikea? Pero si esas sillas vienen ya serradas. No ofrecen gran cosa los genios escandinavos del diseño, pero al menos sus tablones vienen ya cortados. Por lo demás, encuentro muy sospechosa una tienda que convierte a sus clientes en trabajadores ilegales, pero ése es otro asunto. Estamos indagando acerca de la función última de los centros comerciales, ya haremos otro día un análisis puntual de sus extravagantes perfiles.

Aquí me permito incorporar una breve experiencia personal.

Una vez estuve en un supersitio, con mi encantadora madre, y cuando llegó la hora de comer, ahí va uno a pasar el día, elegimos un restaurante que tenía una pequeña terracita. Recuerdo que mi madre preguntó: "¿Comemos dentro o fuera?". Teniendo en cuenta que estábamos en el segundo sótano de un monstruoso edificio, sellado, de seis plantas, la pregunta resumía la locura a la que hemos dado en llamar vida. Mientras comíamos me fijé en otra familia, como la nuestra, cargada de bolsas de plástico. Un hombre sacó de una de las bolsas una caja vacía, también de plástico, le dio un par de vueltas y concluyó: "Es una caja estupenda, nos puede servir para algo". Imagino que los miles de madrileños, esa avalancha de gente (repito esta expresión porque me gusta, parece que cayeran rodando por una ladera) no iban buscando en realidad más que eso, algo que sirviera para algo. Algo que almacenar en una caja vacía, y una nueva caja vacía en la que almacenar algo que comprarán más tarde y que seguramente también servirá para algo. Y un serrucho, por si acaso algo no encaja, y estanterías, para poner nuestras cajas llenas de nuestras cosas y una tele de plasma, para poder ver anuncios de productos que sirven para algo, seguramente, y también anuncios de centros comerciales, no sea que inauguren uno nuevo y no nos enteremos y nos quedemos sin poder comprar esas cajas vacías, que algún día con toda seguridad nos servirán para algo. Claro que también hay gente que desprecia estos sitios, gente que prefiere la naturaleza, el campo, los ríos, la escalada, el piragüismo.

Para todos ellos han inventado el Decathlon. Otro enorme centro comercial donde quienes odian los centros comerciales pueden equiparse para una vida de aventuras. Y si alguien sueña con ir aún más lejos, más allá de los caminos marcados, más allá incluso de todos los límites, pues a Coronel Tapioca, a por la crema antimosquitos y la Sahariana. No hay aventura que no empiece y acabe en un centro comercial. Y para los hijos rebeldes, para los vencidos, los marginados, los héroes que desprecian la sociedad de consumo en su más absoluta super mega multi totalidad, para esos precisamente, contamos con los supermercados de la droga. Todas las puertas de la mente son ya mecánicas y se abren solas. Así que al coche.

No es culpa de Gallardón que en esta ciudad no pueda uno dar ni dos pasos seguidos. Es la avalancha de gente, que no para de moverse.

No me cabe ninguna duda de que, algún día, todo este esfuerzo terminará por servir para algo y que cuando por fin estemos guardados dentro de la última caja, la de pino, echaremos de menos el frenesí de nuestras vidas.

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