Gente menuda
La carrera por el título ha empezado a todo ritmo: al frente de una comitiva de menestrales cargados de redes, balones, mangueras y bidones de agua milagrosa, los entrenadores retocan su dibujo en un desesperado intento de encontrar la simetría. Al fondo, más de cuatrocientos atletas venidos desde todos los rincones se imprimen los abdominales en el gimnasio, y una abigarrada secuencia de caras, cifras y colores ocupa su lugar en el álbum del torneo.
Pero, entre tanta musculatura, un llamativo enjambre de colegas diminutos se filtra por las rendijas del estadio. Son las avispas de la Liga, seres de ojos múltiples, alas transparentes y fibra ligera que dan al juego el doble vértigo del ingenio y la velocidad. Bajo el sol dividido de los focos, Robinho, Aimar, Iniesta, Navas, Tamudo, Messi, Ibagaza, Saviola y otros insectos voladores hacen piruetas, afilan el aguijón y zumban con impaciencia en los panales del área.
Quienes piensan que el mercado del fútbol es sólo un mercado de carne suelen mantenerlos bajo sospecha. Compran sus figuras por quintales; les ponen el collar del mastín, nos prometen un equipo y organizan una jauría. Para muchos de ellos, críticos, entrenadores o directivos, estos atletas deben ser la réplica de un mismo modelo industrial; chicos rudos y obedientes que se limiten a seguir instrucciones: que acepten un comportamiento gregario y antepongan el orden a la sutileza. En realidad nadie discute su derecho a ocupar una plaza en el casillero; son personal de mantenimiento, peones de confianza que en un momento dado no tienen inconveniente en matar por encargo. Según se ve, sus valedores ignoran que en el artificio del fútbol los artífices nunca se llamarán Gravesen ni llevarán un redondo de buey en cada pantorrilla: tendrán un perfil escuálido y serán Johan Cruyff, o un aire de tonelito cósmico y serán Maradona, o una estampa de pajarito chueco y serán Garrincha, o el porte cuellilargo del alienígena que llamaron Kopa. Como aquellos juguetes inolvidables serán gente menuda a la que los dioses no han querido distinguir por el tamaño, sino por el brillo.
Puesto que las habilidades de estos ejemplares únicos pertenecen al dominio de la intuición y no son transmisibles, debemos protegerlos por una mera cuestión de egoísmo: además de garantizar la diversidad biológica en el mundo uniformado del deporte, mañana ocuparán algún lugar vacante en nuestra memoria.
Hay una razón definitiva para que los conservemos en nuestras vitrinas: entre ellos y los otros se abre la misma distancia que entre Ronaldinho y Robinho.
Ronaldinho juega en el suelo. Robinho juega en el aire.
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