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Columna
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Prisa

Todavía existen lugares en los que la vida transcurre lentamente y uno puede ir caminando por un sendero entre maizales sin pensar en nada. La prisa es un invento urbano. Tener prisa consiste en estar con el cuerpo en un sitio y la mente en otro.

Las golondrinas árticas que todos los años cabalgan los vientos alisios en sus migraciones, no tienen prisa porque llevan en el cerebro la memoria de las constelaciones y esa impronta les libra de la ansiedad del tiempo. También los bisontes siguen desde hace miles de años la misma ruta fija a través de las praderas y el ferrocarril colocó sus raíles sobre las huellas que dejaron en la tierra sus pezuñas. Pero el hombre nunca ha tenido el temple de los animales para salvar las distancias y por eso es víctima de su propia velocidad. Este año, durante la mayor migración humana de temporada, los radares de carretera han detectado más de 100.000 vehículos circulando por encima de los límites permitidos. Y las cámaras fijas de la Dirección General de Tráfico registraron instantáneas tan curiosas como la de un BMW de color burdeos que circulaba a 200 kilómetros por hora mientras el conductor iba sacando el dedo gordo del pie por la ventanilla. Ignoro si los ocupantes del vehículo habrán conseguido llegar en un tiempo récord a su punto de destino o por el contrario el destino les habrá dado alcance en algún punto negro de la física cuántica. Sólo respetando las señales de limitación de velocidad se podían haber evitado alrededor de mil muertes al año, pero la industria automovilística está montada sobre la potencia del acelerador y si desapareciera este aliciente el negocio se vendría abajo. El héroe español del momento es un piloto que alcanza los 350 kilómetros a la hora en la Fórmula 1. Huimos para no ser alcanzados nunca, sin darnos cuenta de que precisamente en ese trayecto del yo, que trata de anular el tiempo y el espacio, es donde más fácilmente la muerte nos atrapa.

Los antiguos pensaban que la prisa era un ansia extraña que sólo afectaba a los jóvenes y al no saber analizarla, la interpretaban como una enfermedad del espíritu. Pero Einstein demostró que cualquier fuga de uno mismo encierra dentro el reverso del tiempo. No se puede estar a la vez en todas partes. Truman Capote guardaba desde pequeño la ambición del éxito pero cuando lo alcanzó no supo reconocerlo porque tenía la memoria en la infancia.

Yo por mi parte he intentado perder la prisa este verano contemplando el mar que es la inmortalidad que nos queda más cerca. A esta misma playa del noroeste llegaron desde que alcanzo a recordar todas las lluvias de septiembre con la puntualidad británica de las borrascas y su inminencia nos obligaba a guardar rápidamente las mecedoras y las sillas de mimbre dentro del garaje. Nosotros, los niños que éramos entonces, nos mirábamos tristes, porque las vacaciones se venían abajo como uno de esos castillos que levantábamos con la arena de aquellos veranos eternos. Llegaba septiembre y no quedaba más remedio que huir a la luz amarilla del cuarto de los niños con Tintín y los Juegos Reunidos Jeyper, mientras los mayores se quedaban en la cocina esperando a que escampara. Ahora acaba de retumbar un trueno en mi memoria y en el lugar de la conciencia tengo una ventana llena de lluvia, pero he perdido el miedo a llegar tarde.

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