Pacíficamente antiprusiano
Todos tenemos la veraz idea de Jules Laforgue (1860-1887) como uno de los poetas precoces del simbolismo, que dejó una obra de refinada ironía lunar (Imitación de Nuestra Señora la Luna, 1886) que sólo después de su muerte sería comprendida, y que hoy es quizá, junto con Rimbaud, el poeta que sigue pareciendo más moderno y original dentro de la rica pléyade simbolista. Sabemos también que dejó algunas obras en prosa (entre ellas Crónicas parisinas) que sólo aparecieron póstumas. Entre ese grupo también, este libro sobre Berlín, lo más singular y crítico del autor.
Jules Laforgue llegó a la capital de Alemania en 1881 para ser lector de francés de la emperatriz Augusta y en ese puesto, que debió a su amistad con Paul Bourget, permaneció cinco años -hasta uno antes de su muerte- que por lo que leemos no debieron serle muy gratos. Ideado como un libro de estampas (que pensó publicar con seudónimo por respeto a la emperatriz), Laforgue va pintando escenas y circunstancias, en cuadros cortos, del Berlín que conoció. Cierto que diez años antes Alemania había derrotado a Francia en Sedan, y el Reich alemán bajo Guillermo I, el marido de Augusta, se había constituido en Versalles.
BERLÍN, VILLA Y CORTE
Jules Laforgue
Traducción de Esperanza
López Parada
Pre-Textos. Valencia, 2005
177 páginas. 17 euros
En realidad, lo único que de
verdad le gusta de Berlín a Laforgue (no esperemos aquí al poeta sino al crítico, que se reviste de un aura de serenidad) son los rasgos afrancesados de la élite berlinesa, y la propia emperatriz Augusta -de origen ruso- francófila declarada, que leía siempre en francés (menos a Renan, autor al que detestaba por su Vida de Jesús) e incluso tenía como una de sus favoritas la ópera Carmen de Bizet. Pero hay más; a fuer de francófila, Augusta (ya mayor) se dejaba ver muy poco, al contrario que el Kaiser, y parecía tener una disimulada actitud desdeñosa hacia los alemanes, todo lo que podía desear el joven Laforgue, que se siente como un dandi perdido en una sociedad militarista y llena de uniformes (muy cursi por lo demás) y donde lo único poético parece ser el nombre de la principal avenida de Berlín: Bajo los tilos (Unter den Linden). Todo lo demás podemos dejárselo a la propia pluma de Laforgue, en un popurrí sacado de las diferentes crónicas o estampas, pero cuyo tomo -como se verá- desdice poco.
"Encontrar un traje bien cortado" (habla de un baile en la Ópera) "se convierte en una rareza memorable". En el mismo baile: "La leyenda del mal gusto germano en lo referente al atuendo femenino, no es un invento". En la avenida de los Tilos (que, como he dicho, con todo, le gusta): "La mayoría de las niñeras provienen del valle del Spree y son grotescas". Más: "Los soldados y los capitanes lo dominan todo y la calle no es sino un inmenso saludo militar multiplicado de una punta a otra". Un gran edificio berlinés: "Las Galerías del Emperador, la construcción megapretenciosa y dorada". La cantante de un café-concierto (que, obviamente, no ha pasado por París): "Su vestido es canallescamente barato". Un ballet en el Teatro de la Victoria: "El espectáculo es repugnante". La cerveza es pasión nacional, "pero la emperatriz la aborrece". En un restaurante: "La cocina alemana es célebre por ser la peor de todas". Más adelante: "Es inútil añadir que el alemán come muchísimo". Y dos pinceladas para acabar. Hablando sobre la raza: "De inmediato se aprecia que el lujo no ha conseguido refinarla". Y sobre la vida familiar alemana: "Los entretenimientos en familia pueden alcanzar un grado increíble de imbecilidad". ¿Hablamos de la amistad franco-alemana? ¿Decimos que los poetas líricos no suelen ser agresivos? Germanófilos abstenerse.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.