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Columna
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Amuleto infantil

No hay momento en el que uno disfrute más del fútbol que ahora, cuando está a punto de rodar el auténtico balón. Tras meses de aburridos torneos veraniegos y después del coitus interruptus de la primera jornada, nuestro apetito futbolístico está gozosamente exaltado. Durante la temporada, nuestros equipos nos brindarán alegrías y berrinches, amaremos y odiaremos a sus protagonistas, incluso alternaremos ambos sentimientos por un mismo hombre en un mismo partido. Pero la emoción del inicio de Liga no es comparable a ninguna victoria, el fútbol es verdaderamente apasionante cuando es una promesa, una ilusión, cuando los sentimientos aguardan precintados.

La adrenalina de la expectación supera a la de la realidad. El regalo es más excitante cuando está envuelto, cuando es un deseo; la primera cita es más estimulante cuando se aguarda, cuando el beso es fantasía. El fútbol condensa en estos días toda su intensidad, una extraordinaria potencialidad de sensaciones que probablemente no estén a la altura de las expectativas, pero que también son parte del sueño del deporte.

El comienzo de la Liga supone un preciadísimo analgésico contra la depresión posvacacional. Para los amantes del fútbol, la temporada es un prozac que acude puntual a rescatarnos del final de un tiempo de ocio y lasitud. Mirando al panorama desolador de un invierno de trabajo y obligaciones, las jornadas ligueras asoman como un salvador oasis de distensión y entusiasmo. Los partidos de los domingos, la Champions de entre semana y los salpicados compromisos de la selección, por fin trascendentes, nos permiten no encallar del todo en el desierto de la rutina, nos dibujan un estrecho cauce por el que seguir timoneando la ilusión hasta volver a divisar el océano de las próximas vacaciones.

El ocio estival es lo más parecido a un retorno a la infancia. El verano en el mar, el tiempo libre, la despreocupación son la metáfora de la niñez a la que, de alguna manera, volvemos todos los años. En agosto fingimos que existe todavía un tiempo junto a la orilla donde no han prendido las responsabilidades, las facturas, los hijos llorones, las corbatas. Y esa ensoñación infantil se esfuma en septiembre para todos menos para los amantes del fútbol que, a través de este deporte, prolongamos el juego de la niñez durante el otoño, el invierno y la primavera. El balón es ese amuleto de la infancia que no hemos acabado de soltar, que nos mantiene a salvo del abismo de la monotonía adulta, una boya a la que nos aferramos en estos instantes de tempestades burocráticas.

Es ahora, más que en ningún otro momento, cuando nos sentimos privilegiados por ilusionarnos con Robinho, con Bianchi, con otro Mundial. Encontramos a nuestro alrededor a esas otras personas que no gozan del fútbol y es inevitable sentir cierta compasión, no sólo porque son incapaces de aliarse con un entretenimiento, sino con una redención. Dice Valdano que el fútbol es una excusa para ser feliz. Quizá sea una de las más falsas, de las más zafias, pero hoy es más verosímil y eficaz que nunca. Es cierto que existen otros incentivos y otras alegrías capaces de iluminar el principio del curso. La esperanza de un ascenso, las nuevas series de la televisión, la colección de carros de combate... Pero nada alumbra el ánimo como los focos de un estadio.

Lo más probable es que el Real Madrid vuelva a resentirse de la descompensación en su plantilla, que el Manzanares siga salándose con las lágrimas de los atléticos, que el Geta no tenga la misma cara que el año pasado y que a Míchel, al final, le parta un rayo. Pero no importa, no importa ahora. Lo trascendente es que el comienzo de Liga acelera los corazones en un momento de colapsos circulatorios.

El deporte tiene, además, el comodín de la trivialidad. Cuando necesitamos fiarle nuestro entusiasmo, invocarlo para sortear este mes cenagoso, lo hacemos con una devoción desesperada. Sin embargo, conocemos su doble rasero, la trampilla de salida. El fútbol no es una droga por la que apostar dramáticamente, sino un placebo que, a pesar de su inocencia, nos salva, nos evade, nos transforma. Los partidos son una realidad virtual inocua pero terriblemente efectiva, éste es un fabuloso juego en el que los espectadores, en el fondo, nunca podemos perder.

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