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Crónica:
Crónica
Texto informativo con interpretación

El colapso de un modelo ciudadano

Algunos meses atrás, a comienzos del año en curso, todos los augurios apuntaban hacia la crisis del barrio del Carmel como la principal amenaza sobre la imagen y el crédito políticos del gobierno municipal barcelonés durante el actual mandato. Pero, paradójicamente, hoy sabemos que no es el hundimiento del Carmel lo que pone en peligro al tripartito encabezado por Joan Clos, sino un fenómeno mucho más extenso y no imputable a fatalidad alguna; un problema que perjudica e irrita no a miles, sino a cientos de miles de ciudadanos y que ha estallado estas últimas semanas de forma ya indisimulable: la degradación del espacio público en Ciutat Vella, la explosión de comportamientos y modos de vida antisociales en el mismo centro histórico, institucional y comercial de Barcelona.

Aunque el asunto ha llenado muchas páginas de prensa a lo largo del pasado mes de agosto, sería un grave error tomarlo por una serpiente de verano o por una campaña orquestada. Bien al contrario, se trata de la eclosión -favorecida por la movilidad humana y la bonanza climática estivales- de una epidemia que ha tenido largo periodo de incubación y ningún tratamiento preventivo. El resultado, a día de hoy, es la playa de la Barceloneta convertida en dormitorio de trashumantes, el casco antiguo impregnado de efluvios de ácido úrico, un vecindario insomne, la proliferación de la venta ambulante ilegal, el auge del turismo alcohólico y de esas despedidas de soltero consistentes en perpetrar aquí los excesos que no se permitirían en el país de origen, etcétera.

Pero, para no caer en la generalización ni en el tópico, describamos lo concreto, lo que cualquier barcelonés o visitante ha podido verificar sin esfuerzo cualquier mañana del verano de 2005. En la plaza de Catalunya, lado mar, a lo largo de los pocos cientos de metros comprendidos entre el Portal de l'Àngel y Canaletes, se desplegaban un anciano mendigo rodeado de perros y gatos, un tullido con el torso desnudo exhibiendo sus deformidades anatómicas, un joven de estética rasta que fabricaba y vendía presuntas artesanías hechas con latas vacías de refresco y varios puestos de top manta, todo ello aderezado por diversas mujeres rumanas con bebé en brazos, a la caza del turista incauto.

Ya en el primer tramo de La Rambla, y si era capaz de sortear la epidemia de esculturas humanas -cada una con su correspondiente corro de mirones y dotación de descuideros-, el observador podía gozar del colorista espectáculo de los trileros en plena acción, mientras un hombre de mediana edad, sentado en una caja, mostraba a los transeúntes su cuerpo quemado y sus heridas supurantes... Sí, es cierto que, para asemejarse aún más a un arrabal de Calcuta, faltaban un faquir, un par de encantadores de cobras y dos o tres vacas sagradas. Con todo, cabe preguntarse si es esta la imagen que Barcelona -la modernista, la olímpica, la inventora del Fórum de las Culturas- quiere proyectar de sí misma; si panoramas como los descritos son comunes en la parisiense Place de la Concorde, en la romana Piazza Navona o en la londinense Trafalgar Square, por citar otros grandes destinos turísticos europeos.

El problema es, como suele decirse, complejo y multicausal. Pero a mi juicio, una de sus raíces se nutre del modelo cívico, convivencial y de atracción de forasteros que las mayorías gobernantes en la ciudad han propiciado desde hace lustros: para entendernos, el modelo todo el mundo es bueno, el modelo de la ciudad permisiva, la ciudad-fiesta, la ciudad-bar-siempre-abierto con su mediterraneidad, su buen rollito y su Carnavalona de Carlinhos Brown. Un modelo en el que, si ciertos motoristas atruenan la noche por puro placer sádico, el remedio no es coserles a multas o confiscarles el vehículo, sino emitir un anuncio en televisión, y si los noctámbulos orinan en la calle, la solución no es ni sancionarles ni poner mingitorios públicos, sino repartir unos adhesivos. Un modelo en el que la publicidad parece reemplazar a la autoridad. Resulta significativo que, para justificarse, el alcalde Clos invocase aquí mismo, el pasado domingo, que "venimos de una dictadura". Venimos, sí, pero han pasado ya tres décadas, plazo más que suficiente para legitimar el ejercicio enérgico de la autoridad democrática.

No, no digo que esta cultura de la manga ancha ante el uso abusivo de la calle, ante la violación del derecho al descanso vecinal, ante el incivismo cotidiano de grafiteros o vagabundos sea el origen único de la crisis actual, pero sí que ha contribuido a ella. Digo que la fama de permisividad y de juerga continua ha convertido a Barcelona en una Meca de ese nomadismo juvenil europeo protagonizado por grupos de supuestos malabaristas con perros pulgosos, en el Edén de las fiestas alternativas que se caracterizan por carecer de límite horario, de control de decibelios y de retretes. Cuando, para evitar males mayores, la policía tiene que tolerar celebraciones ruidosas en calles y plazas de Gràcia o de Sants hasta la salida del sol, cuando miles de jóvenes locales o forasteros consideran absurdo que se les conmine a finalizar la gresca callejera a las 2.30, es que algunas cosas se han hecho mal desde hace bastantes años porque eso no sucede ni en Londres, ni en París, ni en Roma, ni en Amsterdam.

En una urbe que, además, está recibiendo altos índices de inmigración extraeuropea y que acoge todos los años a 8,5 millones de turistas de un solo día, personas que carecen de hotel en Barcelona y, por tanto, pasan toda la jornada en la calle, no era difícil pronosticar el colapso de este verano. Ahora, el Ayuntamiento anuncia la reforma de las ordenanzas municipales, y el alcalde Clos promete un "proceso de reflexión" sobre civismo y convivencia. Bienvenido sea, sobre todo si comienza con un ejercicio de autocrítica, de admisión de errores, imprevisiones y pasividades. Ya sería hora de que los responsables del consistorio abandonasen esa filosofía en virtud de la cual ellos no se equivocan nunca; es la realidad la que, a veces, tiene la osadía de contrariarles.

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