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Columna
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Aventuras sobre seguro

Se ha impuesto en las sociedades occidentales una pacata y fraudulenta emulación de la vida en plena naturaleza, un proyecto de ocio que busca regresar a la vida salvaje sin regresar del todo a ella. Hablamos de la desesperada necesidad que siente hoy día el turista de convertirse en aventurero, por más que eso resulte radicalmente imposible. Pero los satisfechos y autosatisfechos ciudadanos de Occidente no renunciamos a rizar el rizo de lo imposible ni a buscar la imposible cuadratura del círculo: porque nosotros, por definición, lo queremos todo (para eso gozamos de paga extra un par de veces al año) y no sólo obtenerlo ya, sino incluso disfrutarlo con certificado de garantía. En definitiva, que el turista reclama su dosis de aventura, pero si en la aventura en cuestión vienen mal dadas, se pide el libro de reclamaciones, extremo que, dicho sea de paso, nunca era posible en las aventuras de verdad.

Los occidentales cada vez somos más egoístas. No nos bastan la sanidad pública, el aire acondicionado y las guarderías infantiles. No nos resultan suficientes los aparcamientos junto al súper, las facilidades crediticias y los museos de arte moderno. Queremos frecuentar el Tercer Mundo y hacer como que lo conocemos a fondo, si bien obviando, claro, los peligros que supone el tránsito por lugares tan incómodos. Es decir, que además de disfrutar las comodidades de la aburrida sociedad occidental queremos aventuras en países exóticos y regresar para contarlas.

Y ese deseo de experimentarlo todo, pero controlando los riesgos que comporta, se transforma, cuando algo sale mal, en la indignación de un consumidor que clama por sus derechos, un consumidor que exige la inmediata restauración de su normalidad vital y que incluso busca responsabilidades externas. Recientemente se ha hecho pública la "denuncia" interpuesta por unos jóvenes vascos que habían emprendido un viaje a pie por la cordillera andina. Allí padecieron penurias sin cuento hasta conseguir ingresar en un hospital a uno de los expedicionarios, que se hallaba aquejado de un edema pulmonar. Una situación así exige, desde luego, el concurso de las personas y los medios necesarios para evitar males mayores, pero lo sorprendente es comprobar cómo el grupo de viajeros ya ha manifestado notorias críticas tanto a las autoridades locales peruanas como a la Embajada española, por no haberles enviado instantáneamente un helicóptero. "Nos hemos sentido desamparados"; "han jugado con nuestras vidas"; ésas son algunas de las quejas que han manifestado frente a las autoridades, al margen de una serie de comentarios bastante despectivos que tuvo que soportar el cónsul español que les atendió al regreso de su aventura.

Lo prioritario en un caso como éste es proporcionar la ayuda necesaria, pero sorprende que los beneficiarios de la misma se descuelguen luego con el tono airado y exigente de quien pide un helicóptero como si fuera un taxi, sin recordar que todo había empezado con el arriesgado capricho de hacer senderismo a 5.000 metros de altura, a través de la cordillera andina, sin experiencia previa en alta montaña y en uno de los países más pobres de la Tierra. Y también parece caprichoso condenar a las autoridades locales de un país inmenso y subdesarrollado por no poner en cuestión de segundos un helicóptero a disposición de unos europeos irresponsables; y no menos caprichoso criticar la tardanza en la respuesta de la Embajada española en Perú, Embajada que, por cierto, atiende una inmensa porción de Suramérica llena de más turistas españoles haciendo cosas variopintas.

No se cuestiona la necesidad de ayudar con diligencia, pero sí la actitud ensoberbecida de quien se cree con derecho a emprender tareas arriesgadas sin medir sus consecuencias. Y es que hemos desterrado de nuestra cultura la responsabilidad individual, de modo que nadie se avergüenza de acusar a los poderes públicos de las cosas más absurdas. Vivimos bajo el asombroso presupuesto de que la tutela que nos debe el Estado se extiende hasta la cumbre del Aconcagua.

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