La trascendencia
No hace mucho, en una aburridísima tertulia radiofónica, alguien dijo, con muchísima pomposidad, que los españoles habíamos perdido el tren del progreso. Esa metáfora ferroviaria siempre me ha hecho bastante gracia. Hablar de trenes cuando se habla de progreso es una magnífica contradicción. Tal vez el lenguaje debería actualizarse un poco y utilizar, con muchísima más lógica, la expresión "avión del progreso".
Sea como sea, el tren del progreso es lo que ese señor tan serio aseguró que habíamos perdido todos los españoles.
No me avergüenza ser previsible en el segundo párrafo a estas alturas del mes de agosto, por lo que les diré, sin ningún pudor, que, efectivamente, voy a calcular las características de un tren que acogiera en su seno a todos los españoles.
Evito decir que muchos españoles tal vez no querrían comprar un billete al progreso. Evito el "que paren el tren que yo me apeo"
Otra cosa que nunca me ha avergonzado es parecer superficial. Como suele decir el antropólogo Manuel Delgado, es indiscutiblemente peor parecer profundo. Por tanto, el cálculo que haré será literal, superficial y pedestre. Quiero averiguar la longitud del tren del progreso y el número de sus vagones. Eso sí, al final de este artículo haré una reflexión aparentemente profunda para quedar bien, compensando de esta manera mi superficialidad matemática. Siempre es bueno hacer un guiño a las personas trascendentes.
El tren que me lleva desde Barcelona hasta Colliure tiene unos vagones con capacidad para 48 individuos. Eso significa que todos los españoles, subidos en el tren del progreso, precisaríamos de la existencia de 833.000 vagones. Eso nos daría un tren con una longitud de 10.000 mil kilómetros.
Evitaré ahora la analogía fácil y no diré que en ese gigantesco tren habría vagones de primera, segunda y tercera clase. No me apetece excesivamente aparentar ser un chico profundamente concienciado con los asuntos sociales. Evito también decir que muchos españoles tal vez no querrían comprar un billete con destino al progreso. Evito, sobre todo, utilizar la expresión "que paren el tren que yo me apeo", porque no puedo con ella y porque me parece increíble que todavía se siga utilizando sin que la ley caiga sobre el que cometa ese atentado.
Y ahora, tal como he prometido al final del tercer párrafo, llega el bonito momento del final trascendente. Adopto una expresión solemne, enciendo muy despacio un cigarro, pongo música de Silvio Rodríguez en mi equipo de música y evalúo varias posibilidades. Para mi desesperación, noto que no termino de encontrarme a gusto con ninguna. Se me ocurre, por ejemplo, que podría concluir mi artículo con alguna crítica poética al progreso, pero no me apetece hacerlo. Debo ser bastante raro, pero no tengo absolutamente nada en contra de lo que mi abuelo llamaba "los adelantos". Así que decido incumplir mi promesa, pidiendo perdón a todos por mi falta de palabra, y me despido de este artículo sin ninguna reflexión trascendente.
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