La lucha de los saharauis en el infierno
La primera vez que visité los campamentos de refugiados saharauis fue en el verano de 1989. Para entonces llevaban catorce años en el exilio, malviviendo con austera y esforzada dignidad en sus provisionales tiendas de lona. En aquellos momentos había ciertos atisbos de esperanza: el rey Hassan recibió por primera vez a una delegación del Frente Polisario y se empezó a hablar de un referéndum de autodeterminación. Con torpe credulidad de novata, titulé ese reportaje Al final del destierro, y lo escribí convencida de que el exilio se acababa.
Como es natural, no todos los saharuis compartían mi optimismo. Muchos, sobre todo los mayores, desconfiaban de los tímidos indicios de mejora. Pero, a pesar de todas las cautelas, la esperanza levantaba la cabeza. "Ahora la gente habla de lo que hará al volver a casa", explicaba Mulud, nuestro guía de 34 años, "unos dicen que quieren seguir en el ejército, otros que quieren poner un negocio...". Algunos aseguraban, con una sonrisa deslumbrante de oreja a oreja, que su país iba a ser un nuevo Kuwait. Incluso el primer ministro, Alí Beiba, se permitió soñar despierto por un rato: "Unos dicen que será como Kuwait, otros que como California, y yo no tengo nada en contra de esas comparaciones...". ¿Y qué pasará con los campamentos, los hospitales y las escuelas tan penosamente creados de la nada en mitad del desierto?, pregunté. "Todo esto permanecerá en pie durante años, y cuando pase alguien y contemple las ruinas sabrá que aquí estuvo un pueblo combatiendo", explicó L.L., uno de los médicos. Sí, pese a todo el aire estaba cargado de ilusiones.
Llevan tres décadas en sus campamentos temporales, sin que nada indique que el regreso a su tierra pueda estar hoy más cerca de lo que estaba entonces
La epopeya comenzó en 1975. Mientras los españoles nos retirábamos precipitadamente, Marruecos invadió brutalmente el Sáhara
La Hamada es un lugar terrible, un desierto de piedra tan inhóspito que sólo las víboras lo habitan. En verano sobrepasa los 50 grados, en invierno hiela
Duele releer ahora el reportaje. Porque han pasado 16 años y aún siguen allí, atrapados en el confín del mundo, en un agujero inhumano e inmundo. Llevan ya tres décadas viviendo en sus campamentos temporales, naciendo, envejeciendo y muriendo en el exilio, sin que nada indique que el regreso a su tierra pueda estar hoy más cerca de lo que estaba entonces. Antes al contrario: en los últimos meses Marruecos ha desatado una sangrienta represión y, como ha dicho Abdelaziz, el presidente saharaui, los socialistas les está apoyando aún menos que el PP.
La división del Sáhara
La epopeya comenzó en 1975. Poco antes, en 1973, se había creado clandestinamente el Frente Polisario para luchar contra los cien años de ocupación española. Una tutela colonial paternalista y torpe, tan indolente que, en todo ese tiempo, sólo hubo un saharaui que llegó a estudiar carrera universitaria (se hizo médico). A mediados de 1975, en fin, parecía evidente que la independencia estaba próxima. O eso sostenía el Gobierno de Madrid, y los inocentes saharauis se lo creyeron. Tan confiados estaban que, en agosto de ese año, El Uali, un líder polisario que después moriría en combate, declaró: "España es ahora nuestra madre. Nadie de entre los saharauis debe robarle ni un saco de carbón". Apenas tres meses después, la madre se convirtió en perversa madrastra: el 14 de noviembre se firmó en Madrid el acuerdo por el que España dividía despiadadamente el Sáhara y lo entregaba, en dos pedazos, a Mauritania y Marruecos. "Nos traicionaron y nos vendieron como ovejas". Esto también duele recordarlo.
Entonces comenzó el horror. Mientras los españoles nos retirábamos precipitadamente, Marruecos invadió brutalmente el Sáhara. Todos aquellos que pudieron, mujeres y niños, viejos y jóvenes, huyeron a través del desierto, sin comida, sin ropa, sin nada. Marruecos bombardeó con napalm a los inermes fugitivos, y el hambre y las enfermedades les diezmaron. En las primeras semanas llegaron a morir cientos de niños al día. Al cabo, Argelia les ofreció la Hamada. Y allí construyeron sus campamentos.
La Hamada es un lugar terrible, un desierto de piedra tan inhóspito que sólo las víboras lo habitan. En verano sobrepasa los 50 grados, en invierno hiela y está habitualmente azotado por el siroco, un viento loco cargado de arenisca que abrasa la piel, asfixia y ciega. "Ojalá te destierren a la Hamada", reza una antigua maldición saharaui. De modo que el destino les ha desterrado al infierno de sus miedos infantiles. Es, en fin, un territorio de muerte. Y lo verdaderamente increíble es que este pequeño pueblo carente de todo ha logrado mantenerse y sobrevivir.
Es el milagro saharaui. Horadaron la dura piel de la tierra y encontraron algo de agua; organizaron la vida en ciudades de lona y departamentos administrativos sumamente eficientes; plantaron huertas de verdor sobrehumano en mitad del desierto; levantaron hospitales, ambulatorios, escuelas, elementales construcciones de ladrillo que resultan conmovedoras por el indecible esfuerzo que han supuesto. Además pusieron el énfasis en la educación: hoy hay una escolarización total, para niños y niñas, desde los 6 a los 15 años, y muchos jóvenes de ambos sexos han estudiado en el extranjero carreras universitarias.
Tenacidad
La capacidad de gestión de los saharauis es asombrosa: "Somos nómadas o descendientes de nómadas", me explicó el médico L.L., "es decir, somos antagónicos a la organización por definición, pero hoy presumimos de ser uno de los pueblos más organizados del mundo. Y es que cuando sabes que sólo subsistirás de esta forma, no tienes más remedio que adaptarte. Era eso, la organización perfecta, o perecer". Y son tan tenaces en su monumental lucha contra el caos (y contra el envilecedor desánimo social) que, teniendo un vasto desierto a su disposición, todos los edificios públicos poseen a la puerta un aparcamiento dibujado en el suelo con piedrecitas amorosamente alineadas.
La mujer saharaui nunca usó velo, pero ahora además posee los mismos derechos, y esto va haciendo evolucionar poco a poco el sexismo tradicional. Por añadidura, y aunque dicen ser muy religiosos, muestran un talante muy abierto. Cuando hice el reportaje de 1989 no habían construido ninguna mezquita: "Era más necesario hacer hospitales y escuelas. A Dios se le puede rezar en cualquier parte". Son la otra cara del islam, son el futuro del mundo, un ejemplo de humanismo, de modernidad y tolerancia. Esos mismos valores son los que les han hecho escoger, en su interminable y descorazonadora lucha, la vía diplomática y no la terrorista. Una actitud también ejemplar que Occidente no parece valorar como es debido. Creo que no somos conscientes de cuánto nos estamos jugando con ese desdén.
Cuando hice aquel reportaje, en los campamentos saharauis había 160.000 personas. Me dicen que la población ha aumentado mucho, que los jóvenes nacidos y crecidos en exilio están cada vez más desesperados, que hay problemas de desarraigo y de falta de motivación. Un caldo de cultivo para el fanatismo y la violencia. No sé cuánto tiempo más podrán seguir soportando los saharauis el insoportable peso de su situación. No sé cómo podemos exigirles que sigan siendo héroes, que sigan siendo titanes. Sobrevivieron a la invasión marroquí, al napalm, a las enfermedades y la hambruna, al mortífero infierno de sus maldiciones. Pero, pese a toda su dignidad y su obstinado esfuerzo, tal vez no consigan sobrevivir a nuestra cobarde indiferencia.
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