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Locura y 18 balones de recuerdo

Sin tocar un solo balón, sin pronunciar palabra alguna, sin saludar ni hacer ningún gesto, el último galáctico del Madrid pisó el palco de honor del Bernabéu y los más de 5.000 espectadores que le observaban desde la grada rompieron a gritar: "Robinho, Robinho". Un clamor. Una locura. De un lado, banderas brasileñas. De otro, camisetas del Madrid y alguna pancarta dándole la bienvenida.

La entrada era gratis, pero alguno incluso hubiera pagado por presenciar lo que se vio sobre el césped. Robinho había gastado hasta entonces maneras apocadas, de tipo tímido. Todo cambió cuando se vistió de corto, el mítico número 10 pegado a la espalda, y saltó al campo. Allí, en lugar de centrarse en los fotógrafos y camarógrafos, que se agolpaban en la banda luchando por la mejor posición, Robinho decidió que lo importante era el público. Y se esforzó en agradar, en apagar los silbidos con que algunos protestaban porque un aficionado vestía una camiseta de Ronaldinho.

Lo primero que hizo fue olvidarse de que calzaba botas: lanzó el balón al aire, lo recogió suavemente con la frente, y lo dejó rodar hasta su espalda, donde el esférico, inmovil, esperó entre sus homóplatos hasta nueva orden. Mientras, Robinho miró a las cámaras, sonrió, y volvió a dejar caer el balón, que por arte de birlibirloque, toque de rodilla mediante, volvió a su espalda. "Olé", le jaleó la gente. Entonces, la lengua golpeándole el moflete, con gesto concentrado, Robinho decidió que ya era hora de usar las botas: eligió un punto de la grada y lanzó un chutazo para regalar el balón.

Y empezó la apoteosis, una sucesión de empujones que señaló las claves de la fiesta: uno, Robinho, descubrió que había 18 balones sobre el césped y que los podía regalar todos a base de balonazos. Otros, hasta ocho aficionados, se lanzaron al campo, en busca del ansiado autógrafo. Más de uno consiguió colgarse de Robinho, que, con cara de asustado, esperó a que les separasen. Sólo entonces dejó de sonreir. Luego, alternando los saludos con su gesto más característico, los dos pulgares en alto, se despidió. Normal: ya no quedaban más balones.

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