Una luna para mi amiga
Tal vez hablo demasiado del universo, pero cada uno tiene sus cosas. Hace un par de días fui al cine con mi amiga Lourdes. Al salir, ya era de noche. Miré embobado el cielo estrellado mientras ella analizaba en voz alta la película, diciendo cosas como "le sobran veinte minutos", "pierde ritmo a la mitad" o "la idea era buena, pero no han sabido desarrollarla". Antes de que ella dijera la previsible frase "el final era muy previsible", la interrumpí diciéndole: "Oye, ¿a ti te gustaría ir a la Luna?". Me miró bastante perpleja, pero tuvo una respuesta realmente ingeniosa: "¿Yo a la Luna? ¡Ni hablar, niño! ¡Hasta que no pongan parqué yo no pienso ir por allí!".
La idea de poner parqué en la Luna me provocó una sonorísima carcajada. Sólo a mi amiga Lourdes podría habérsele ocurrido una cosa así. Ella es lo que la gente mayor llamaría una chica fina, y lo que los pasados de moda definirían como pija rematada. Suele pintarse los ojos del color de las paredes de las casas que visita, y los labios del mismo tono que las alfombras, pero es una persona extraordinaria. Cuando le dije que poner parqué en la Luna era una idea fantástica, me pidió urgentemente un presupuesto. ¿Cuánto costaría algo así?, me preguntó. No sé nada de parqué, le contesté. Pero estás como una cabra, y siempre te ha gustado multiplicar, ¿verdad que sí? Hazlo por mí. Lo hago.
La idea de poner parqué en la Luna me provocó una carcajada. Sólo a Lourdes podría habérsele ocurrido una cosa así
Un metro cuadrado de parqué bueno (del que le gusta a mi amiga) puede costar, aproximadamente, treinta euros. La Luna tiene una superficie de treinta y nueve millones de kilómetros cuadrados. Pasamos kilómetros a metros y multiplicamos el resultado por el precio del parqué. Horrorizados, comprobamos que para dejar el suelo lunar en condiciones de ser pisado por los delicados pies de mi amiga Lourdes deberíamos desembolsar mil doscientos billones de euros. Empezar a decorar la Luna cuesta un millón de veces más que un proyecto medio de la NASA para visitarla.
Lourdes no se sorprendió por el resultado. A ella le da igual el dinero. Divertida, me pidió otro presupuesto, esta vez para poner zócalo en la base de los volcanes, y luego otro para tapizar los cráteres. ¿Quieres que te calcule también lo que te costaría construir una bonita piscina en el mar de la tranquilidad?, le pregunté burlonamente. Sí, claro que sí, mi niño, y luego calcúlame cuánto dinero me costaría cenar contigo ahora mismo.
Le dije que otro día calcularía lo de los cráteres, los volcanes y la piscina, pero que, si lo deseaba, tenía respuesta a su última pregunta: "No te costará nada, Lourdes. Me apetece invitarte". No saben ustedes cómo es esa mujer. Eligió el restaurante más caro de Barcelona, pidió el mejor vino y después el mejor cava. Cuando me trajeron la nota, ella me miró con los ojos más pícaros del mundo y me dijo: "Ortega, tienes suerte de que tú y yo no seamos novios. Te pediría la Luna, y eres tan tonto que me la comprarías". Su respuesta me enterneció tanto que estuve a punto de besarla. Pero no lo hice por si acaso.
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