En este verano
A excepción de la vuelta a la calle para aguarnos las fiestas de los borrokalaris de Batasuna, todo ha sido imprevisible en este verano. Lo accidental se ha adueñado de la información y ha catapultado la política hasta límites desconocidos en otras épocas estivales, dejando las vacaciones de nuestros insignes representantes hechas un desastre. Han sido, además, accidentes con muertos los que han arrastrado el morbo y el interés social, con ese dramatismo hispano, profundo y conmovedor sobre la muerte, tan fácilmente manipulable desde medios de comunicación y portavocías políticas, teniendo en cuenta, por lo visto, que la única forma normal que tenemos los españoles de morirnos es una plaza de toros o en un encierro, por no hablar de las batallas a cohetazo limpio como en Elche en esa variante regional.
A las 11 víctimas entre los encargados de apagar el incendio en la comarca del Alto Tajo en Guadalajara, lo que ha supuesto una comisión de investigación en el Parlamento de dicha comunidad, vino a añadirse la truculenta muerte de un vecino en el cuartel de la Guardia Civil de Roquetas de Mar, lo que supuso la correspondiente comparecencia del ministro del Interior en pleno agosto, todo ello sin olvidar las necesarias comparecencias de los responsables políticos por la ola de intoxicaciones causadas por unos pollos. Ha cerrado el mes el más trágico de los acontecimientos con la pérdida de 17 militares en misión de paz en Afganistán a bordo de un helicóptero artillado y municionado como si fuera a la peor misión de guerra. Hasta la cifra de los muertos en carretera, siendo este año algo mayor, ha pasado desapercibida, entre otras razones porque lo inesperado, y si además trae víctimas, posee un valor informativo mucho mayor.
El dramatismo, pues, nos ha acompañado todo este periodo vacacional, incrementado por la actuación de los políticos encargados, en una costumbre que ya tiene algunos años, de atacar al adversario aprovechando la explotación de los accidentes. Las consecuencias de los mismos, las lecciones a sacar, los medios para superar los errores, parece lo menos importante. Es el exagerado cantarles las cuarenta al adversario lo que domina el panorama político como si nuestra política se redujera a esto. Empiezo a sospechar que la dinámica política está pervertida, que el enfrentamiento es excesivo como para corregir los errores ante los acontecimientos que sin duda alguna debieran evitarse en el futuro.
Con nostalgia recuerdo el comportamiento político que existió en el País Vasco ante las inundaciones de agosto de 1983. Naturalmente que existieron errores e imprevisiones achacables a unos y a otros, pero el talante de aquellos políticos, del que no hacían gala, fue el colaborar ante la tragedia creando dentro de lo posible un clima de serenidad que permitió sacar consecuencias y que se aplicaran nuevos protocolos de acción, se vigilara la protección de los cauces, se realizaran obras de canalización necesarias, e incluso se acordase un impuesto especial, el único aprobado por el Parlamento vasco, para paliar las consecuencias económicas de aquella tragedia. Eran otros tiempos.
De las conclusiones de las comisiones de investigación, de las comparecencias, de las informaciones oficiales sobre los recientes sucesos poco cabe esperar de constructivo. Se va a encontrar la culpa y al culpable, como si fuera lo único que importa. Nadie recuerda ya ante el desastre del Prestige la reflexión de Ramón Jáuregui sobre la conveniencia de estudiar la posibilidad de que las competencias de protección del medio ambiente pasaran de nuevo a la Administración central. Quizás hubiera sido útil ese debate antes de los descomunales incendios que hemos padecido recientemente y las víctimas que han causado, los medios para evitar situaciones como la padecida en el cuartel de Roquetas, o lo más serio: en qué condiciones mandamos a los soldados a tan peligrosas y armadas misiones de paz, si por casualidad hacen falta más medios, y quizás más Ejército, para meternos en esos compromisos.
Pero lo importante es ese espectáculo tan atávico y religioso de lapidar a los culpables. Tan jocoso, si no fuera por las víctimas, como la escena de las blasfemas mujeres disfrazadas dispuestas a lapidar al adúltero en la película La vida de Brian. La cosa no tiene ni pizca de guasa.
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