Santa Frida
Cuenta David Alfaro Siqueiros, el gran muralista mexicano, que al entrar al horno crematorio, el cuerpo de Frida Kahlo, embestido por una bocanada de fuego, se incorporó y, con su largo cabello erizado en un halo de llamas, pareció dirigir una última sonrisa macabra a los aterrados deudos que sólo segundos antes, como aves de carroña, se habían disputado sus anillos como si fueran las reliquias de un santo.
La fecha era 14 de julio de 1954 y Frida ya era un mito, al menos en México. Sin embargo, nada en aquel multitudinario y estrambótico funeral podía presagiar la industria que se habría de crear alrededor de su figura.
Al entrar a la tienda de la galería Tate en Londres, donde actualmente se exhibe una retrospectiva de su obra, el visitante se tropieza con un mar de mercancía (postales, joyas, tazas y hasta libros infantiles) que explota la obra de esta comunista fervorosa hasta despojarla por completo de significado.
Diego Rivera, el más importante de los muralistas mexicanos, fue una influencia determinante en la vida de Kahlo
Pero ¿hay realmente sustancia en el trabajo de Frida Kahlo? ¿Son estas toneladas de desecho industrial un atropello contra la dignidad de una gran pintora? O, por el contrario, ¿son ellas la prueba de que la banalidad de su obra se presta a este maltrato?
La verdad es que no parece haber consenso al respecto. Robert Hughes, el más lúcido, incisivo e incorruptible de los críticos de arte, afirma que Frida, "vista bajo cualquier criterio razonable, no es una gran pintora, sino una mujer recia y talentosa que, gracias a su sufrimiento hagiográfico (por no mencionar el ardor con el que es coleccionada por gente como Madonna), se ha convertido -superando ahora incluso a Artemisa Gentileschi- en el emblema de las artistas-santas del feminismo". Otros, sin embargo, no vacilan en proclamar a Frida como la más importante artista mujer de todos los tiempos.
La verdad radica, como siempre, entre los dos extremos.
Es innegable que Frida ha sido secuestrada -bozo y cejas como estandarte- por las facciones más radicales del fundamentalismo feminista; y que su extraordinaria vida y su apariencia han terminado por opacar su obra. Pero también es cierto que pinturas como Unos cuantos piquetitos (en que denuncia el violento asesinato de una mujer a manos de su marido) demuestran una preocupación por los derechos fundamentales de la mujer, y que su vida tumultuosa es la sustancia misma de su pintura.
Magdalena Carmen Frida Kahlo y Calderón nació el 6 de julio de 1907 en Coyoacán, México, de padre alemán y madre mexicana, y desde la niñez su existencia fue un calvario. A los seis años, la polio le secó la pierna derecha, un defecto que ocultó toda la vida tras pantalones de hombre y polleras folclóricas. A los 18 años, en un accidente de autobús, una varilla metálica le atravesó el estómago y la pelvis, dejándola incapacitada para la maternidad. El impacto le fracturó en tres la columna y en once la pierna derecha. Además, se le dislocó un hombro, se le partieron varias costillas y el pie derecho fue totalmente triturado. Frida nunca se recuperó. A lo largo de su vida tuvo que soportar una treintena de operaciones derivadas de sus lesiones, y sufrió largos periodos de dolor que aliviaba con alcohol, del cual se volvió dependiente. Al final de su vida, una de sus piernas tuvo que ser amputada y se rumorea que, tras varios intentos de suicidio, sus amigos la ayudaron a morir.
Fue durante su larga convalecencia después del accidente, atrapada en un caparazón de yeso y restringida por un aparatoso arnés, cuando Frida comenzó a pintar y a mezclarse con el círculo artístico de Ciudad de México. En 1928 conoció a Diego Rivera, el más importante de los muralistas mexicanos. Un año más tarde, a pesar de que él le llevaba veinte años y era quizás el hombre más feo del mundo, se embarcaron en un matrimonio azaroso, marcado por mutuas infidelidades que, en el caso de Frida, incluyeron a muchas mujeres, y en el de Rivera, a una de las hermanas de Kahlo, Cristina.
Rivera fue una influencia determinante en la vida de Frida. Fue él quien la impulsó a vestirse con trajes típicos mexicanos y a pintar en un estilo más "autóctono"; y fue él quien la guió por los laberintos cada vez más complejos y turbios de las diversas facciones comunistas.
El más celebre de los amantes de Frida fue León Trotski, a quien hospedó en su casa tres años antes de que Ramón Mercader le clavara una pica en el cráneo, cortesía de Joseph Stalin. Tanto Kahlo como Rivera fueron arrestados después del asesinato, pero no se les pudo probar nada, aunque ellos solían vanagloriarse frente a sus amigos (ojalá en broma) de haber atraído a Trotski a México tan sólo para matarlo. Poco después del asesinato, Frida renegó de su amante y se entregó por completo al estalinismo, dedicándole a su nuevo héroe uno de sus más famosos exvotos, Frida y Stalin, que, sobra decirse, no aparece en la retrospectiva de la Tate, quizás para no mancillar la memoria de Santa Frida.
Con una vida de ese calibre es difícil evitar la egolatría. Y Kahlo se pintó a sí misma innumerables veces, casi siempre desde un mismo ángulo: su rostro -como en una tabla medieval- suspendido en una expresión impasible en la que sólo unas icónicas lágrimas o gotas de sangre simbolizan su inagotable martirio.
Frida suplía sus obvias carencias técnicas con una imaginación tan exuberante como sombría, en la que se mezclaba el arte popular con un surrealismo muy mexicano que fascinó a André Breton, otro de los grandes que pasaron por su cama. Es verdad que, como Robert Hughes, uno puede detectar en el arte de Kahlo un malsano provincianismo y un apego a veces dañino a un estilo cuyo origen popular y callejero -al contrario de lo que muchos creen en América Latina- no es un mérito intrínseco. Pero aun si admitimos la crudeza ideológica de sus pinturas políticas, o si nos irrita la simbología kitsch de sus últimas obras, hay que admitir que en sus cuadros más logrados (Las dos Fridas, Mis abuelos, mis padres y yo, La columna rota, o sus mejores autorretratos), Frida Kahlo logró poner al servicio de su subjetividad desgarrada una fascinante iconografía proto-religiosa que la hace única entre los pintores de su tiempo.
Mauricio Bonet es escritor y cineasta colombiano.
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