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MUJERES Y HOMBRES | Anna Ajmátova | CULTURA Y ESPECTÁCULOS

Para no olvidar

En los años más terribles de la policía política soviética, siendo jefe de la misma, Nikolái Yezhov, a finales de los años treinta del pasado siglo, cuando tenían lugar las peores purgas de Stalin, Anna Ajmátova pasó meses y meses en las colas de las cárceles de Leningrado siguiendo a su único hijo, Lev Gumiliov. Su único delito reconocido era ser hijo de un poeta ejecutado por una supuesta conspiración contra Lenin y de una poeta insumisa al poder pero absolutamente desarmada para combatirlo, pues desde hacía años tenía prohibido cualquier tipo de publicación. Era una de las miles de mujeres que esperaban en las largas colas intentando hacerles llegar a sus familiares presos paquetes de comida y algo de dinero. Si eran recogidos por los carceleros confirmaban así su existencia; si se rechazaban, su muerte. En uno de esos días aciagos, alguien la reconoció como escritora, y otra mujer que escuchó aquella conversación, saliendo de su aturdimiento, se le acercó y, al oído, en voz muy baja, le dijo: "Y esto, ¿puede describirlo?". Ajmátova, sin pensarlo, respondió que sí, y entonces vio por primera y última vez la sonrisa de aquella mujer. Mientras Yezhov era ejecutado y sustituido por otro comisario no menos sanguinario, Beria, Ajmátova daba inicio a uno de los más grandes poemas escritos en el siglo XX, Réquiem, un vasto sudario tejido con aquellas pobres palabras oídas a las madres en el cadalso. Ella no lo vio publicado en vida en la URSS. Así, conjuró el horror y el miedo con la única materia que tenía a mano: las palabras. "El dolor traza en las mejillas rudas páginas cuneiformes", escribió Ajmátova. A través del gesto de aquella otra mujer anónima, la escritora se convirtió en portavoz de los sentimientos y las penalidades de sus compatriotas.

En 1910, casada con Gumiliov, viajó a París, donde conoció a Modigliani, que le hizo un retrato del cual ya nunca se separó
La antigua cultura cosmopolita fue arrasada por la ignominia bárbara del costumbrismo local
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Cansada de morir y resucitar

Cuando en el año 1940 terminó de escribir Réquiem, Ajmátova acababa de traspasar el medio siglo. Aunque no era de San Petersburgo, sino de Odesa, casi toda su vida la pasó en esta ciudad sovietizada bajo el nombre de Leningrado. Sus años más felices fueron los inmediatamente anteriores al inicio de la Primera Guerra Mundial y la revolución. En 1910, casada ya con Gumiliov, viajó a París, donde conoció a Modigliani, que le hizo un retrato del cual nunca se separó. Un año después, en medio del fervor de la vanguardia rusa en donde el futurismo se había hecho fuerte, junto con Gumiliov, Mandelstam y Narbut, fundaron el acmeísmo, un movimiento poético que, a diferencia de la ruptura de los ismos, se reivindicaba heredero de la mejor tradición clásica, renacentista, romántica pushkiniana, es decir, europea. Ajmátova formó parte de la edad de plata de la cultura rusa. Frente a la edad de oro presidida por Pushkin y los escritores y artistas del mejor realismo y naturalismo decimonónico, surgía en las primeras décadas de la centuria siguiente una nueva generación de genios en todos los géneros artísticos. La modernización del país y cierta prosperidad económica contribuyeron a ello. Y San Petersburgo fue la ciudad moderna por excelencia donde se vivía la agitación artística y también la social. En la vanguardia de lo más avanzado de Europa crecían en aquellos momentos Bábel, Esenin, Tsvetáieva, Mandelstam, Pilniak, Mayakovski, Meyerhold y tantos y tantos otros intelectuales y artistas suicidados, ejecutados, huidos o represaliados en los siguientes años. Y si el Réquiem fue el vía crucis personal de Ajmátova, en Poema sin héroe narró el vía crucis de su generación amordazada y martirizada por el poder autoritario. No estamos hablando de contrarrevolucionarios, sino de personas que colaboraron con la revolución pero que ni se aprovecharon de ella ni cedieron ante su arrogancia y falta de libertad. Poema sin héroe, que su autora tampoco vio publicado íntegro en su país, es una elegía por una generación aniquilada en pleno esplendor. Una elegía por la libertad de creación frente a las tesis oficiales del realismo social. En ambos poemas, Ajmátova dio voz a quienes se la habían quitado violentamente a favor de una imagen paradisiaca y épica soviética amplificada por los ingentes aparatos propagandísticos del régimen. Ajmátova respondió al realismo con la realidad cotidiana y existencial de su tiempo. Y lo hizo no sólo como testigo excepcional, sino, y sobre todo, como sobreviviente casi única de aquella masacre o genocidio cultural.

Al cumplir medio siglo, Ajmátova estaba sola después de tres fracasos matrimoniales. Su primer marido, Gumiliov, ejecutado; su segundo, Shileiko, un sabio, postergado, y Punin, un magnífico intelectual y crítico de arte, en Siberia. Además, su único hijo, Lev, no paraba de entrar y de salir de las prisiones. El muchacho se alistó voluntariamente en el Ejército ruso durante la II Guerra Mundial. Entró en Berlín y fue condecorado. De poco le valió, pues nada más regresar a su "patria" fue de nuevo encarcelado sin motivo. A pesar de todo, Lev, como su madre, sobrevivió a Stalin. Ajmátova, durante la guerra contra los nazis, desempeñó un gran papel de apoyo a sus compatriotas. Por órdenes superiores, fue sacada de la cercada Leningrado y llevada a un lugar más seguro hasta el final de la contienda. Aquella época parecía serle más favorable hasta que, en 1945, recibió una visita inesperada que le volvió a producir graves problemas personales, aunque no así intelectuales. La visita del joven Isaiah Berlin le provocó un enamoramiento platónico y también a él. Ella le llevaba 20 años. Apenas estuvieron juntos unas horas. Berlin, judío ruso nacido en San Petersburgo y emigrado de niño con su familia a Inglaterra, estaba destinado en la Embajada británica en Moscú. Cuando Stalin se enteró de aquellos contactos clandestinos -todos los eran en la URSS- mandó que la confinaran en su pequeña habitación de la repleta Casa de las Fuentes, un ala del Palacio Sheremetev donde la poeta habitó durante las tres décadas más fructíferas de su vida literaria. "Monja y puta" la llamó Stalin, o ramera-monja, cuyos pecados se mezclan con sus rezos. Monja, quizá la denominaba así el dictador, porque su vida como poeta había sido monacal y sus poemas habían sido, efectivamente, una forma de oración fúnebre por tantos muertos y desaparecidos. Y puta porque la difamaron atribuyéndole más amores de los que tuvo.

En La caña hay un poema escrito en 1924. Ejemplifica muy a las claras cuál fue la conciencia poética de nuestra escritora. El poema se titula La Musa: "Cuando de noche espero su llegada / parece que cuelga de un hilo la vida. / El honor, la juventud, la libertad son nada / frente a este gentil huésped con la flauta prendida. / Y hela venida. El velo deslizante, / su atenta mirada viendo estoy. / Le digo: ¿Tú eres la que a Dante / dictó el Canto del Infierno? Y responde: yo soy" (la traducción del ruso es de Reina Palazón). Dante, otro maestro compartido con Mandelstam como Ovidio. Ambos, Anna y Osip, compartieron a esa Musa o Parca. En esa tierra quemada crece la rosa negra del Poema sin héroe, como símbolo de luto por todos los poetas muertos y por la propia Poesía igualmente asesinada a manos del propagandista realismo soviético. La antigua cultura cosmopolita fue arrasada por la ignominia bárbara del costumbrismo local. La europea Petersburgo, símbolo de la modernidad, quedó cortada de raíz y esta ciudad fue silenciada durante décadas. Stalin la odiaba y la temía. El Poema sin héroe es también un canto fúnebre por esta ciudad rebautizada. En los inicios, Ajmátova tituló este poema Un cuento de Petersburgo.

En los últimos años de su vida, muerto ya su gran "protector" -pudo haberla matado y no lo hizo, pues a las mujeres se les hacía la vida imposible, pero no se las ejecutaba- y pertinaz perseguidor, Stalin, Anna Ajmátova percibió algo de lo que iba a ser su obra en el futuro. En 1965 acudió a Oxford a recoger el doctorado honoris causa por esa universidad. Se reencontró con Berlin y luego pasó por París. Estaba entonces muy envejecida y su gordura le daba un porte de emperatriz. A Anna le gustaron mucho las palabras de la laudatio, donde la aclamaban como encarnación del pasado que consuela al presente y da esperanzas al futuro. Un año después falleció en Domodedovo, cerca de Moscú. Está enterrada a las afueras de San Petersburgo, en el cementerio de Komorovo. La tumba se encuentra a la derecha de la alameda central, junto a la cerca del cementerio. En un muro de piedra hay un bajorrelieve con su perfil. No existe ninguna inscripción, sólo flores que jamás se marchitan. "Y si alguna vez en este país / Deciden erigirme un momento / Doy mi acuerdo a ese honor / Sólo a condición de que no lo erijan", dejó dicho en Réquiem.

Anna Ajmátova.
Anna Ajmátova.

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