'Robin de los bosques'
EL PAÍS ofrece, por 8,95 euros, un clásico del cine de aventuras con el mejor Errol Flynn
Todo cuanto sucede en esta película sucede a velocidad de vértigo. Las secuencias avanzan con una sorprendente ligereza, todo parece fácil, nada chirría. Un día, Ricardo Corazón de León abandona su reino para salir a pelear por la cristiandad y, en un abrir y cerrar de ojos, se organiza allí un tinglado considerable.
Estamos en 1191, y el rey abandona Inglaterra para partir hacia Tierra Santa en la tercera cruzada, dejando el poder en manos de su amigo Longchamps. Su hermano, el príncipe Juan, irritado por sentirse postergado del trono, decide proceder con los nobles normandos y dicta una serie de decretos contra los campesinos sajones, a los que fríe con nuevos impuestos.
El conflicto está servido, y la catadura de los personajes se define en dos brochazos. El príncipe Juan es verdaderamente malvado y no tardamos en asistir a un brindis en el que celebra, junto a sir Guy de Ginsbourne, su cómplice, el halagador panorama que se les presenta ante la inminente recaudación de los abusivos tributos.
Pero las cosas no van a resultar tan fáciles. Cuando sir Guy descubre que un pobre sajón ha cazado un venado y que, por tanto, al violar las nuevas leyes puede ser castigado de manera atroz y fulminante, aparece en escena el hombre que va a encarnar la lucha contra semejante injusticia. Es un tipo que viste unos leotardos verdes sin ningún bochorno, que llega precedido por su fama de excelente arquero y que luce una imponente sonrisa. Es Robin de Locksley, Robin Hood, Robin de los bosques, encarnado por Errol Flynn, un actor nacido en Tasmania y que llevaba ya un tiempo luciendo su distinción en los estudios de Hollywood. Es un caballero esbelto, de una agilidad que intimida y, sobre todo, tiene esa sonrisa que va a brillar impoluta a lo largo de toda la narración, con los dientes colocados -cada uno en su sitio- con una perfección que asombra.
Con un héroe que se planta con total desfachatez a la arbitrariedad de los advenedizos ya sólo falta una dama para completar los elementos esenciales de una superproducción. Hay un festín donde los nobles normandos van a escenificar su apoyo al príncipe Juan, y allí está lady Marian, una protegida de Ricardo Corazón de León, que nada sabe aún de los desmanes de los nuevos poderosos y que ignora la traición que se está cocinando. Sir Guy quiere seducirla. Corren el vino y las viandas y, en pleno jolgorio, ilustrado con una extremada elegancia por la música de Erich Wolfgang Korngold, que no ha dejado hasta entonces de subrayar los matices emocionales de cada momento, irrumpe el tipo de los leotardos y la sonrisa. Lleva el venado, que evitó que requisaran las fuerzas normandas, como un gesto de refinada provocación, y se planta allí, en el mismísimo corazón de la conspiración.
Háganse cuenta del momento. Ahí, en una nave central del castillo ataviada con todo esplendor para la fiesta, entre todas las mesas que vigilan con atención las distintas soldadescas de cada uno de los nobles normandos y que atienden una legión de criados, llega el héroe valiente y despreocupado. No tarda en enfrentarse con el príncipe y en desafiar a sir Guy. En pocos instantes se desencadena el revuelo y se suceden los saltos de aquí allá, se desenvainan las espadas, se precipitan los cuerpos unos contra otros, caen algunas mesas... Y, solo contra todos, Robin de los bosques va dejando atrás a una ristra de guerreros que nada pueden hacer contra la ágil desenvoltura de sus requiebros. Lady Marian, con los ojos inmensos y la belleza de Olivia de Havilland, asiste muda a la exhibición del héroe.
Todo sucede en un rabioso tecnicolor y no hay ni manchas ni inmundicias en la Edad Media que inventó Hollywood en 1938 para narrar la leyenda del justiciero de los bosques. Las barbaridades de los normandos cuando persiguen a los sajones son sólo el ruido de fondo necesario para justificar las andanzas del héroe. Violan a las mujeres, provocan la ceguera con hierros candentes a quienes se les resisten, incendian los hogares, matan y siguen cobrando sus abusivos tributos. Entre los árboles de Sherwood se organiza la resistencia. "Vosotros, hombres libres de este bosque", clama el tipo de los leotardos verdes, "desposeeréis al rico sólo para dar al pobre, cobijaréis a los viejos y enfermos, ampararéis a las mujeres sean normandas o sajonas, lucharéis por una Inglaterra libre, defenderéis su integridad hasta el regreso de su rey, Ricardo Corazón de León".
La producción y realización de Robin de los bosques fue cuidada por la Warner en sus mínimos detalles. La película se desarrolla con toda ligereza y nada chirría en ella, todo está puesto al servicio de las aventuras del héroe, al que no se le mueve el sombrero con su pluma ni siquiera en los momentos más comprometidos. Empezó dirigiéndola William Keighley, un director que trataba con una gran cortesía a sus actores y que era uno de los artesanos de lujo de la industria de Hollywood, pero se le criticó cierta falta de ritmo en las secuencias de acción y fue sustituido por Michael Curtiz. El director húngaro, que alcanzó su mayor celebridad con Casablanca, era de ademanes más duros, pero entusiasta y eficaz y, además, rodaba rápido, lo que empezaba a ser urgente, habida cuenta de los gastos excesivos que estaba ocasionando la realización de la película.
Hubo mucho trabajo para los especialistas (esgrima, tiro al arco, la sucesión de brincos inverosímiles del protagonista), todo un despliegue de modelos para los responsables del vestuario (que recrearon una Edad Media con todos los tics de la moda de finales de los años treinta, pero bastante creíble en la pantalla), un casting que reunió a lo más selecto de la profesión que se ganaba la vida en el Hollywood de aquellos años, y un trabajo artístico minucioso, riguroso y brillante de N. C. Wyeth, amén de la música de Korngold y la eficacia del montaje (fueron estos tres últimos apartados de la película los que fueron reconocidos después con un oscar). El bosque de Sherwood se recreó en un lugar llamado Chico, California. Hubo que pintar algunas de las hojas de los árboles de verde porque su verde original no daba bien en tecnicolor, e incluso tuvieron que colocar unas cuantas rocas de atrezzo. La película tuvo un éxito inmediato y enorme. Ahora mismo, en el siglo XXI, esta fantasía del siglo XII sigue manifestando su excelente estado de salud.
Este texto se incluye en el libro-DVD de Robin de los bosques que mañana ofrece EL PAÍS.
Una irresistible atracción
Robin de los bosques se realizó en 1938. Sus intérpretes principales fueron Errol Flynn, Olivia de Havilland, Basil Rathbone, Claude Rains, Patric Knowles, Eugene Pallette, Alan Hale, Melville Cooper, Ian Hunter y Una O'Connor. Dirección: Michael Curtiz y William Keighley. Producción: Hal B. Wallis. Guión: Norman Reilly Raine y Seton I. Miller. Fotografía: Sol Polito y Tony Gaudio. Música: Erich Wolfgang Korngold.
En el palmarés de 1938, el filme fue galardonado con los oscars a la mejor dirección artística, música original y montaje. El personaje tuvo una especial atracción para la industria del cine. Además del filme de Curtiz, en 1922 lo filmó Allan Dwan. Ken Annakin hizo lo propio en 1952. En 1973 se realizó una versión de dibujos animados dirigida por Wolfgang Reithman. Richard Lester aportó su personal visión en 1976, y en 1991, Kevin Reynolds.
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