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Cuestión de cálculo | CULTURA Y ESPECTÁCULOS
Columna
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Hacerse mayor

La semana pasada conocí al hijo de mi amiga Irene. Se llama Marcos, y acaba de cumplir un mes. Su madre, una mujer joven y guapa, repetía continuamente lo ilusionada que está porque el niño está creciendo de forma correctísima. Me aseguró que, desde su nacimiento, el chaval había aumentado seis centímetros. Como yo no entiendo demasiado de bebés, ese dato me dejó paralizado. Seis centímetros en treinta días es una auténtica barbaridad. Haciendo un absurdo ejercicio de prospectiva, imaginé qué ocurriría si los niños mantuvieran ese ritmo de crecimiento durante toda su existencia, aumentando sin interrupción a razón de seis centímetros mensuales.

Empecé calculando tímidamente, tratando de averiguar qué altura tendría mi sobrina de nueve años. La niña mediría ahora mismo seis metros y medio. Luego quise averiguar mi propia altura. A los treinta y seis años, creciendo ininterrumpidamente a ritmo de bebé, yo mediría veintiséis metros. Un cambio bastante espectacular, en mi caso. Dediqué una buena parte del día a calcular alturas en función de las edades de algunos de mis amigos, y les llamaba por teléfono para comentarles la curiosa cifra resultante. Todos ellos, sin excepción, pensaron que me había vuelto loco, pero ya están bastante acostumbrados.

Imaginar a Fraga con la altura de la Sagrada Familia de Barcelona es un argumento perfecto para una película de terror

Al principio la idea me pareció divertida, pero me horroricé cuando descubrí que Manuel Fraga Iribarne, a sus ochenta y tres años, mediría sesenta metros de alto. Conocer ese dato me provocó una sensación bastante extraña. Imaginar un ex presidente de la Xunta con la altura de la Sagrada Familia de Barcelona es un argumento perfecto para una película de terror. Exterior noche: Fraga caminando a grandes zancadas, como King Kong, destrozando a su paso carreteras, puestos de helados, coches, autobuses y seres humanos. Interior noche: la gigantesca cabeza de Fraga entrando por la ventana de un decimonoveno piso, mientras sus brazos se introducen en las viviendas del decimotercero primera y decimotercero segunda, agarrando con unos puños de siete metros de ancho a los bondadosos y asustados inquilinos. Exterior día: Manuel Fraga inmenso, tumbado en una playa gallega, atado con cuerdas finísimas, mientras algunos humanos de izquierdas, a modo de liliputienses, clavan alfileres en las piernas del gigante.

Apagué mi calculadora y, por primera vez en mi vida, agradecí a la naturaleza que fuera como es. Los bebés, por suerte, crecen cada vez más despacio. Antes de cumplir la mayoría de edad, las leyes de la biología deciden frenar el vertiginoso crecimiento. No sé si la naturaleza es sabia o no lo es, pero tengo clara una cosa. Ella, antigua, casi eterna, sabe hacer algo que Manuel Fraga Iribarne jamás se planteó: parar a tiempo.

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