En la calle de la palabra
I. EVA BLANCA Y DORMIDA...
El caserón de la otra esquina era el único embrujado de la calle Baños. Oculto a la vista del caminante tras una reja insalvable y un matorral de arbustos vagos, parásitos, el sitio recordaba uno de esos palacios maldecidos que las princesas durmientes suelen habitar en las páginas de los cuentos para niños; al menos, así pensaba yo cuando me detuve ante el portón de hierro, a la semana de haberme mudado a unos ochenta metros de la misteriosa residencia. Tuve ganas de ser príncipe, escalar las paredes y tomar por asalto el balcón de las recámaras. Por aquel entonces, hace casi cuarenta años, yo estaba aún cerca de mi infancia, lo cual tal vez explique mi terror (también la temeridad) ante esos ventanales polvorientos. Para colmo del maleficio, en una terraza abandonada a su suerte, la hojarasca de los árboles tendía un edredón de humedad. A los dos o tres minutos de contemplación, comenzaron a volar los gatos.
De joven le apasionaba recorrer el mundo a cuerpo de reina, casi siempre del brazo de hombres tan ricos como débiles
"En copas de bacará, bebían los licores del pecado", me dijo un día el carpintero libanés, no sin cierta añoranza
Gatos mundanos, arrabaleros, tuertos o cojos. Tantas heridas en la piel daban fe de nocturnos duelos de amor. Saltaban desde las cornisas y las ramas de los árboles, como acróbatas de un circo en bancarrota; los ojos verdes, de espía, brillaban al asomarse a los bordes de los cestos de basura. Algunos llegaban con ratones, entre dientes; otros con plumas de gorrión trabadas en el bigote. Poco a poco acudían a la cita y se arremolinaban desconfiados en torno a la puerta del fondo, la de la cocina. Yo los vi. La vi. A la hora señalada, con relojera puntualidad, una señora con cara de paloma se hizo presente, vestida toda de algodones blancos, sacó del bombín de una cubeta una decena de pescaditos hervidos y comenzó a lanzarlos a los desdichados micifuz, en perfecto aba-nico de merluzas voladoras. Luego la mujer regresó a la oscuridad. Un embudo de silencio recorrió el patio. Sólo se escuchaba el crujir de los espinazos. Reculé hasta mi casa, sin dar la espalda.
-Oye, viejo, ¿sabes por casualidad quién vive en la casa de la otra esquina? -pregunté a mi padre durante el almuerzo.
-Una diosa llamada Dulce María Loynaz. La conozco sólo de leídas. "¡Eva sin maldición, Eva blanca y dormida...!". Es poeta.
-...y bruja -añadí-. Le habla a los gatos.
-Todos los poetas somos brujos -sentenció papá-. Hijo, no olvides guardar el pan... para que haya con qué alumbrar la casa.
II. ERA COJA LA NIÑA...
La calle Baños era en verdad la calle E, una de las primeras que atravesó el barrio del Vedado de sur a norte. A principios del siglo pasado, resultaba el único camino que podían tomar los carruajes de los aristócratas para llegar al mejor balneario de la costa. A esa altura del malecón habanero, todavía hoy se puede ver un conjunto de pozas rústicas, caladas en la roca. El salitre no perdona. De ahí, el nombre de "Baños". A lo largo de esa callecita se fue ordenando la modernidad, o mejor, el modernismo de una isla que acababa de conquistar la independencia al tiempo que iba experimentando en carne viva la suave posesión de la libertad y los arrebatos fantasmales de su poesía, a veces culta, a veces callejera. "Era coja la niña: se hincó el pie con la punta de una estrella".
Frente a frente, cara a cara, en ambas orillas de Baños se orillaban mansiones soberbias, bodegones, boticas de magníficas fragancias, incluso un cine llamado Gris, sin gallinero, en la misma cuadra de los Loynaz y del Castillo. Ahora es una carpintería en ruinas. Sin embargo, para algunos E es la calle de la palabra. ¿E? Sí, "E" de escritores. En el cruce E y 19 vivía Dulce María; en E y casi 21, Eliseo Diego; en E entre 11 y 13, Alejo Carpentier; en un edificio de E esquina a 7 (me dijo alguien) habitó durante una breve temporada Guillermo Cabrera Infante, pero no estoy seguro de este último dato. Que nuestros tres premios Cervantes y uno de nuestros dos premios Juan Rulfo hayan vivido en los márgenes de una misma arteria, sería sospechosamente mágico. Tengo fama de fantasioso. A ratos vuelvo a escuchar el crujir de los espinazos.
III. UNA CASA ENFERMA...
Amiga de Federico García Lorca, Juana de lbarbourou, Delmira Agustini y Gabriela Mistral (de quien fue confidente y confesora), Dulce María Loynaz será por los siglos de los siglos uno de los más transparentes misterios de la literatura en lengua castellana. Su luz nos ciega. De joven le apasionaba recorrer el mundo a cuerpo de reina, casi siempre del brazo de hombres tan ricos como débiles, poderosos y frágiles, y nunca se midió en sus caprichos y menos que menos en sus antojos. Inventariaba sus sorpresas en un diario de tapas duras. Amó Tenerife. Se dejó amar por Turquía, Siria, Libia, Palestina y Egipto. La belleza la poseía. Cuando visitó Luxor se enamoró del faraón Tut-Ank-Amen, a quien le escribió un poema de amor tan tremendo que bastaría para ganarle la inmortalidad de la palabra. Poseía tres propiedades en La Habana: la de los gatos, una mansión junto al mar (donde suceden los episodios de su novela Jardín) y la finca Santa Bárbara, un paraíso en las afueras de la capital, bajo la custodia de sus hermanos Enrique y Flor, poetas de pura sangre que en medio de tanta soledad escribían sus versos en las paredes de la casa, como tatuajes de cal. Enrique y Flor vivieron amando a Lorca, de igual a igual, y amándolo murieron en la isla, ya entrada la revolución cubana.
Un carpintero amigo, libanés y fiel por más señas, armaba las cien mesas de madera que llenaban los jardines de esa finca cuando Dulce María y Pedro Álvarez de Cañas, su segundo y festivo esposo, decidían convocar a uno de sus banquetes. Un ejército de velas iluminaba la noche y los brindis. Sobre manteles de lujo, opíparos manjares de la mejor cocina europea. "En copas de bacará, bebían los licores del pecado", me dijo un día el carpintero libanés, no sin cierta añoranza: "Ni el señor ni la señora le temían a nada ni a nadie. Era yo quien apagaba las velas, amaneciendo, y me quedaba sin aire de tanto soplar. Estallaban risas desde las habitaciones. Nunca he visto tanta felicidad junta". Y pasó lo que pasó: la juventud se fue, como a todos, sin dar ni pedir perdón. Dulce María se quedó sola, encerrada a cal y canto. Todo esto es muy raro. "Cae la noche / y yo empiezo a sentir no sé qué miedo: / miedo de este silencio, de esta calma, / de estos papeles viejos que la brisa / remueve vanamente en el jardín. (...) Otro día ha pasado y nadie se me acerca. / Me siento ya una casa enferma, / una casa leprosa".
A medida que sus seres queridos se le iban adelantando en la loca y a veces melancólica carrera de la vida, dejó de escribir poesía, apenas redactó unas pulcras páginas de sus memorias y, a medida en que hermosamente se encogía de hombros, ante el peso de tantas y sucesivas devastaciones, fue echando nuevos pasadores a su corazón hasta el punto de que, en la recta final de su cuerpo, unos pocos elegidos sabían la contraseña que abría los cerrojos de su exilio interior: entraban en los recintos por la rendija de la puerta, como discípulos devotos, antes o después de la hora de los gatos. Dulce María por fin salió a flote el jueves 5 de noviembre de 1992, cuando le concedieron el Premio Cervantes, y meses después, al recibirlo de manos del rey Juan Carlos: en tan señalada ocasión, los cubanos supimos qué encantadora risa guardaba en su cubanísimo pecho. Por esos días, volvió a ser niña. En la isla, con razón, la consideraron una heroína, y como tal tuvo honrosos funerales. La casa de E fue reconstruida de pies a cabeza, los jardines podados, la hojarasca barrida, para que limpia y sana acogiera un centro de investigaciones literarias que, claro, lleva su nombre. Hace poco me detuve ante el portón. Me sentí un gato. Quise maullar, aprovechando el llanto. No pude.
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