El apéndice cubano del 27
Cuando ganó en 1992 el Premio Cervantes, algunos se quedaron un tanto sorprendidos. Muchos no la conocían y otros simplemente no creían que su obra mereciera el máximo galardón de las letras hispánicas. Cuando lo recibió llevaba años sin escribir. "Cuando los poetas son buenos, no hace falta dar explicaciones. Ella tiene calidad", contestaba tajante Rafael Alberti a las preguntas de los periodistas. "Me parece muy bien que les den un premio a los poetas que lo merecen; a los que no, que les den una patada en el culo", añadía el poeta cansado de la insistencia. Y ella, por encima de todo, era eso, una poetisa; de la novela, por ejemplo, dijo: "No la desprecio, pero, habiendo otros géneros que pueda cultivar, dejo ése para otros que no tengan tantos elementos".
Dulce María Loynaz mantuvo siempre una buena relación con los poetas españoles. Ella y sus hermanos fueron en varias ocasiones los anfitriones de las visitas que muchos de ellos realizaron a La Habana. Su casa sirvió de refugio e inspiración en las tertulias que organizaban y que denominaban juevinas. Por ellas desfilaron, entre otros, García Lorca, Alberti, Juan Ramón Jiménez o Luis Rosales. Lorca comenzó a escribir ahí dos obras teatrales: El público y Así que pasen cinco años. Y obsequió, a su partida, a la hermana de Dulce, Flor, con el manuscrito original de Yerma. Cuando ganó el Cervantes, Dulce María dijo del poeta granadino que "era más amigo de mis hermanos que mío. Él se burlaba de mis versos, lo cual nunca le perdoné, aunque después le retribuí ese tipo de homenaje burlándome de los suyos".
Cuando Juan Ramón Jiménez visitó la casa de los Loynaz en La Habana aseguró comprender de golpe "de dónde salió todo el delirio último de la escritura de Lorca".
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