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Pantallas planas | GENTE
Columna
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Desenfundando la Visa

En esto tiene que echarme una mano Juan Carlos Ortega, que es mi otro vecino científico de columna adosada, porque tengo un problema a bordo de la nave audiovisual que surca el agosto impulsada por las tres pantallas planas del velamen. Llevo más de cuarenta años viendo televisión, a razón de tres horas por jornada, que es frecuencia baja para este país. En ese tiempo de exposición diaria a los rayos catódicos, me he tragado también todos los cortes publicitarios Suponiendo que sólo el 10% de los spots consumidos me hayan hecho salivar como un perro de Pavlov, que no es mucho suponer, y que el 100% de esas veces que estaba incitado al consumo compulsivamente, ya convencido y con la Visa clásica desenfundada, no haya podido satisfacer de inmediato mis reflejos consumistas por la sencilla razón de que estaba en el cuarto de estar viendo spots y tenía que esperar al día siguiente y encontrar sitio en el parking del centro comercial, me gustaría saber, Ortega, cuántas veces en mi vida he tenido un consumo frustrado y si esa enormidad afecta a mi salud cerebral, como está demostrado que les ocurre a mi colegas, los perros de Pavlov.

Internet está para comprar arrebatadamente esas marcas salivadas en el hogar gracias a los otros dos cacharros

Mientras dejo a mi vecino haciendo cálculos divertidos, aprovecho el paréntesis para cometer otra teoría, de esas que tan poco aprecian los jefes de guardia. Y reza así: Yo creo que la verdadera diferencia entre estas tres pantallas con las que estoy encerrado, la del cine casero, la de la tele casera y la del Internet casero, solo reside en el muy profano placer físico de comprar. Las tres pantallas sagradas nos incitan al consumo desenfrenado, cierto. Pero la secuencia compradora, para ser redonda, siempre se desarrolla trinitariamente.

En concreto, así. El cine, ahora en DVD, el formato dominante luego de la crisis de la sábana blanca de las salas oscuras, convoca al consumo de un muy determinado modo de vida y que siempre es el norteamericano producido por Hollywood y mamado en las salas coloniales durante un siglo. Y una vez que ya tenemos obnubilado el cerebro (hemisferio derecho) viene el tubo catódico de la tele a trabajar el hemisferio izquierdo: a ponerle al deseo abstracto una marca concreta y generalmente globalizada. Y por eso mismo se inventó hace medio siglo la tele, cuando el mundo pasó de la economía de la producción a la del consumo. Entre spot y spot había que rellenar las horas con algo, y ese algo fueron los reestrenos del cine comercial, la series de TV, un par de concursos, algunos boletines informativos, los talk-shows, las variedades y el hombre del tiempo. Porque sólo en eso consiste el misterio televisivo y el drama nacional por la llegada de esas nuevas teles que se anuncian para el invierno. Tres pantallas generalistas, o tres y media, son muy pocas para meter dentro toda esa demanda publicitaria que genera nuestra pujante economía del consumo y que, miren, no inventó Polanco.

Pero consumir spots, aunque a veces sea más divertido que todo el resto, no es suficiente y, ya digo, sólo produce antojos insatisfechos, arrebatos consumistas que nunca se concretan por la sencilla razón de que ver pasivamente no es comprar activamente. Y hasta ayer mismo, para comprar, había que levantarse del tresillo Ikea, pisar la calle, aparcar, etcétera, lo cual es un coñazo típico del siglo pasado. Y para acabar de redondear esa muy frustrada secuencia consumista que va del deseo abstracto del cine al muy concreto logo de la tele, está la tercera pantalla de ese hogar conectado por tierra, mar y aire. Está Internet y, entre otras cosas, está para comprar arrebatadamente esas marcas salivadas en el hogar gracias a los otros dos cacharros. Internet es la tercera pantalla que te convierte in situ en cliente, sin salir de casa.

Es que anoche, en pleno prime time y después de unas sabrosas publicidades que lo emparedaban, no aguanté más. Me cambié de pantalla, decidí transformarme en cliente real, agarré la Visa y me puse a comprar on line como un descosido y a pujar en las subastas de E-Bay, ese entretenido fenómeno global.

Ahora, un siglo después, lo entiendo todo. El auténtico placer consumista no está en comulgar en el cine con propagandas subliminales ni en tragar inmóvilmente logos globales, dos coitus interruptus. El verdadero placer está en hacerlo al mismo tiempo que te entran las ganas. Y hasta el final. Hasta que llega la factura Visa un mes después del orgasmo.

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