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VISTO / OÍDO
Columna
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La verde Constitución

Hay pena general porque Irak no acaba de redondear su Constitución, ni sus instituciones; y porque una y otras están combatidas por decenas de muertos diarios. Y porque Irak está mucho peor que en los tiempos del tirano, al que tratan de sustituir con una democracia más sangrienta, una democracia de guerra y ocupación extranjera y, a los ojos del ocupado, infiel, de una civilización ajena y una religión no más serena que la suya. Todo lo que está pasando en Irak es fruto de una confusión a la que unas veces llamamos mentira y otras trampa. O canallada, según quien hable. Me sorprendo ahora pensando que Aznar creía que sí había tales armas masivas entre las venerables piedras del Museo de Bagdad, o entre el Tigris y el Éufrates, donde muchos de los suyos creen que estuvo el paraíso original. Me maravilla que tantos de los suyos creyeran lo mismo frente a todas las evidencias; y hasta creían que todo lo que pasó en Atocha estaba organizado para que ellos perdieran las elecciones: cualquier paranoia puede tener lugar en el cerebro de los que creen que todo es suyo.

No deja de ser raro que sobre un hecho sin duda trascendental, de haber existido, las opiniones se dividan según la línea clásica de izquierda y derecha. Hay alguna explicación: la izquierda está siempre más cerca de la verdad porque maneja aproximadamente la lógica y la razón; la derecha está más lejos porque es materialista de sí misma, y sus creencias se funden con sus deseos. Colocar en ese país una Constitución por encima de sus sectas religiosas, de sus problemas tribales; más allá de las conveniencias de sus vecinos, por encima de sus necesidades, es, a veces, posible. Y convertirla en cualquier clase de gobernación y de distribución de los bienes, también. Hay un ejemplo válido, sobre todo para Aznar: la nuestra. Los que recordamos aquella campaña constitucional, los que no votamos o votamos en contra, lo hacíamos con un sentido de la lógica y una necesidad de dar un finiquito al régimen anterior. Aznar y su partido estaban en contra, y lo manifestaron: luego la defendieron, la convirtieron en materia sagrada y se vistieron con ella cuando comprendieron que cualquier Constitución es buena si uno gobierna con ella; y mala si la tiene el enemigo. El constitucionalismo de Zapatero es opuesto al de Aznar. Ni siquiera hace falta cambiar el Tribunal Constitucional, que es una excrecencia absurda. En Irak aún no han advertido este axioma: están demasiado verdes.

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