La máquina blanda
Domingo de domingos en la ciudad, nos quedamos solos entre un puñado de extranjeros. El Ayuntamiento estrecha las calles con vallas de obra para que los coches se junten y no nos echemos tanto de menos. Las fiestas patronales nos regalan un murmullo de fiesta que se cuela por los balcones abiertos mientras vemos llover en el Mundial de Helsinki, pero el engaño no termina de funcionar. Y eso que agosto ya no es lo que era. Por alguna razón que se me escapa, algo debo estar haciendo mal; he vivido muchos veranos en Madrid. Recuerdo agostos, hace más de 15 años, en los que la ciudad desaparecía por completo, veranos en los que "nadie" era la palabra que se repetía machaconamente en la cabeza mientras andabas por las calles. Ésa es una de las pocas ventajas de pasar aquí el verano, que puedes oír lo que piensas con abrumadora claridad. No sólo los locos hablan solos. Escribir es un oficio solitario y no necesariamente de locos, y quien escribe, siempre habla solo. A veces alguien tiene la santa paciencia de leer lo que escribimos, y parece que por un segundo alguien nos escuche, pero para cuando llega ese momento, el escritor ya está en otra, hablando solo una vez más.
Me pregunto ahora, mientras escribo, cuántos de los que estamos hoy aquí, en esta ciudad abandonada, estamos aquí realmente. Los veranos siempre se viven enredados unos con otros, entre la imaginación y el recuerdo, entre la vejez y la infancia. Como en una novela de Benet, en la que no aparece nunca la palabra "ahora". William Burroughs imaginó una máquina de escribir que escribía sola, sin que uno tuviese que poner los dedos sobre las teclas; es el sueño y la pesadilla de todo escritor. Sentarse a mirar cómo las líneas nos ignoran y nos sorprenden, sentarse a ver cómo las palabras nos traicionan. Así van pasando los veranos, que también nos ignoran, sin contar con nosotros. Para eso inventaron las tumbonas, para apartarnos de la acción de nuestras vidas; para eso se llenan de agua las piscinas, para que nos sumerjamos en el silencio y no podamos decir nada. Y, sin embargo, incluso bajo el agua escuchamos el ruido de los recuerdos, el rumor de nuestras cosas.
Recuerdo ahora, por ejemplo, un verano en Tanger hace muchos, muchos años. Recuerdo un incidente en el aeropuerto donde, al abrir la maleta, un agente de aduanas decidió requisar mi máquina de escribir, una vieja Olivetti de metal, portátil pero muy pesada, a la que le tenía el amor que los jóvenes escritores le tienen a lo que escribirán algún día. Recuerdo el breve interrogatorio al que fui sometido, hasta convencer a los agentes de que no pensaba escribir nada que pudiese perjudicar a su hermoso país y recuerdo, finalmente, el aspecto que presentaba mi Olivetti cuando me fue devuelta. Alguien le había propinado un golpe tremendo, tal vez con un martillo, las teclas estaban hundidas, el rodillo no corría, la campanita que me sorprendía al final de cada línea estaba muda. No me enfadé, ni me extrañé demasiado; en el fondo, aquel incidente encajaba prodigiosamente en mis planes.
Había llegado a Tanger tras los pasos de William Burroughs; había alquilado la misma habitación que el viejo Bill ocupó mientras escribía buena parte de su Almuerzo desnudo, y había sido interceptado, siguiendo una lógica diabólica, por los siniestros agentes de la Interzona, ese territorio de la imaginación que es real a poco que uno se ponga a buscarlo. Recuerdo haber arreglado la máquina lo suficiente como para arrancarle con gran esfuerzo unas cuantas páginas. No recuerdo, en cambio, nada de lo que escribí aquel verano. Seguramente era muy malo. Todo lo que ya hemos escrito es muy malo y, sin embargo, todo lo que escribiremos será magnífico; este engaño pueril nos permite seguir viviendo y escribiendo, dos cosas que, para quienes nos dedicamos a esto, son en realidad una. Mientras tanto, nos sentamos ante una máquina averiada que escribe sola. Una máquina blanda que es también un insecto que habla y una botella de vino y un centenar de fármacos sin etiqueta. Algún día acabará este verano y las cosas volverán a la normalidad y echaremos de menos, precisamente, estos mismos días.
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