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Reportaje:CULTURA Y ESPECTÁCULOS

La nueva cara del Festival de Edimburgo

Dividida entre las actividades del Fringe y las del Festival Internacional, que se abre hoy, recibiendo un año más exposiciones, conciertos y películas, la capital escocesa piensa en la necesidad de reordenar una oferta que ha crecido más de la cuenta

Por fin estamos aquí. Casi con el tiempo justo para ver cómo anda la calle, hacer unas fotos, revisar los programas y escribir unas líneas. La huelga del personal del servicio de comidas de British Airways, secundada por los maleteros y los conductores de Heathrow, ha hecho que el viaje a Edimburgo fuera lo más parecido a una odisea. Anulado el vuelo y tras nueve horas de coche por una A1 atestada y lluviosa -al atravesar la frontera imaginaria con Escocia aparecía, esplendoroso, el sol del atardecer-, el cronista llega a su hotel y lo primero que se encuentra es una excursión de catalanes que no puede volar a Londres, varada a la búsqueda de cómo cenar por las 10 libras que les ha dado la línea aérea británica para tal menester. La duda es quién pagará la diferencia si se pasan en el precio. Las dos partes lo tienen claro: los otros. Parecía una escena del Fringe, pero era la vida misma.

Para actuar en la calle ahora hay que pagar, lo que ha hecho que algunos clásicos de la escena hayan preferido quedarse en casa

Lo que más llama la atención este año es la disminución de tragafuegos, equilibristas, bailarines y demás fauna que hacen creer al visitante incauto que el Festival es eso. Para actuar en la calle ahora hay que pagar, lo que ha hecho que algunos clásicos de la escena cutre, que cobran lo que los transeúntes les echen en la gorra, hayan preferido quedarse en casa. No son ellos precisamente los grandes del futuro, sino la parte más residual de la fiesta del Fringe, esa muestra del teatro y de las variedades cada vez menos alternativas que coincide en fechas con el Festival Internacional, el serio, el de la ópera, el de los conciertos. La duda está ahora en quién sostiene a quién. El Fringe se siente crecido aunque no aparezcan por ninguna parte los nuevos Emma Thompson o Stephen Fry que un día le dieran lustre. Pero 2.400 representaciones a cargo de 16.000 intérpretes son una fuerza suficiente como para dejarse ver, hasta el punto de que el Fringe pide ya la corresponsabilidad en una organización que acabe por fundir las existentes. ¿Su argumento? El público del clásico es mayor y ama lo previsible, y o cambia o el Festival Internacional de Edimburgo se adocenará. El actual director de éste, el a veces audaz Brian McMaster, vive su última temporada en el puesto, y por eso llega en un momento crucial la petición de unidad bajo una sola autoridad que modernice la oferta correspondiente a la música clásica, que la diferencie claramente de lo que dan otros festivales de prestigio y que integre el Fringe en una organización que le ofrezca una proyección mayor. Además, así se controlaría mejor a una criatura que, según algunos de los valedores de la medida, ha crecido demasiado.

El Festival Internacional se abre hoy con un Réquiem de Verdi que dirigirá Donald Runnicles a un cuarteto de solistas de excelente calidad y muy de moda: Urmana, Overmann, Licitra y Relyea. Y enseguida, el lunes, la West-Eastern Diwan Orchestra y Daniel Barenboim llegarán con su mensaje de convivencia a un país en el que las cosas no están nada fáciles. Los conciertos durarán hasta primeros de septiembre, incluyendo una interesante carta blanca a la Sinfónica de Bamberg y su brillante titular, Jonathan Nott, en una serie de cinco sesiones que incluyen una versión de concierto de Tristán e Isolda de Wagner. La ópera, tras los fastos del Anillo wagneriano de las últimas temporadas, empieza el lunes con Curlew River, de Benjamin Britten, con dirección escénica de Oliver Py. Y concluirá el 1 de septiembre con una visita francesa, siempre tan del gusto británico: la opereta de André Messager, con libreto de Sacha Guitry -¡qué tiempos!-, L'amour masqué. Serán responsables las fuerzas de la Ópera de Tours dirigidas por Jean-Yves Ossonce en lo musical y Bernard Pisani en lo escénico. Entre una cosa y otra, una obra de actualidad no buscada, La muerte de Klinghoffer, de John Adams, una ópera sobre el secuestro del buque Acchile Lauro en 1985 y que ahonda en las mismas divisiones que hoy muestran Oriente y Occidente. Ni aposta se hubiera programado con más sentido después de lo que acaba de pasar en Londres hace un par de meses.

Más cosas. El ballet, por ejemplo, con el de Pennsylvania como estrella y una nueva producción de El lago de los cisnes de Chaikovski a cargo de Christopher Wheeldon sobre la clásica de Petipa e Ivanov. Es raro encontrar en el foso a un maestro como Vladímir Fedoseyev, basto a veces, imprevisible también, pero un lujo nada habitual. La otra compañía con gancho es el Royal Dutch Ballet, con un programa que incluye La valse de Ravel y Balanchine, y The concert, con música de Chopin y coreografía de Jerome Robbins. El Scottish Ballet, por su parte, rendirá también homenaje al omnipresente Balanchine con tres de sus trabajos: Apollo y Rubies, con música de Stravinski, y Episodes, sobre esas notas de Webern que, según el coreógrafo, "flotan en el aire como moléculas pero pueden bailarse". También habrá suerte en el acompañamiento, a cargo esta vez de Kwamé Ryan dirigiendo a la Orquesta de Cámara Escocesa.

El teatro que no es Fringe sigue apostando por estrenos de prestigio y una buena presencia del elemento más o menos exótico. De lo primero destaca la dirección de Peter Stein para Blackbird de David Harrower. De lo segundo, teatro Noh y Kyogen en su idioma japonés original, y La gaviota de Chéjov por el Krétakör Színház de Budapest, en húngaro. Cine hay mucho, muchísimo, desde un homenaje a esos pioneros del documental que hoy llamamos narrativo, los hermanos Maysles, a la última película del tremendo George A. Romero, Tierra de muerte -que llega casi cuarenta años después de La noche de los muertos vivientes-, pasando por la retrospectiva dedicada a Michael Powell. Hay tres películas españolas: Crimen ferpecto, de Alex de la Iglesia -a quien las líneas dedicadas en el programa general no hacen ningún favor-; Astronautas, de Santi Amodeo -"Desayuno en Tiffany's con metadona en vez de con martinis", dice el ocurrente comentarista-, y Nordeste, de Juan Solanas, que también es belga y francesa.

En general, pues, el Festival Internacional se mantiene fiel a sus principios y a su trayectoria. Quizá sea verdad que no avanza en algunas cosas, pero tampoco retrocede un palmo. El Fringe, por su parte, es inequívocamente británico, en su planteamiento, en su nudo y en su desenlace. Ahí está la polémica sobre si mantener o no en determinados espectáculos escritos antes del 7 de julio las referencias a la realidad del mestizaje y la integración en una sociedad que miraba para otro lado. Se ha decidido que no hay nada que retocar, pero todos saben que nunca será lo mismo.

Un anuncio callejero del musical <i>Korczak,</i> uno de los espectáculos del Fringe.
Un anuncio callejero del musical Korczak, uno de los espectáculos del Fringe.LUIS SUÑÉN
<i>Immortal 2,</i> un espectáculo callejero de la compañía Nofitstate.
Immortal 2, un espectáculo callejero de la compañía Nofitstate.L. S.
Reclamo callejero de <i>Habeas corpus,</i> uno de los  montajes del Fringe.
Reclamo callejero de Habeas corpus, uno de los montajes del Fringe.L. S.

Libros, cuadros y fotos

Una larga cola en el cuidado y coqueto jardín de Charlotte Place anunciaba ayer el comienzo del Festival Book 2005. ¿Qué esperaba el paciente público? Escuchar, previo pago de siete libras esterlinas -10,50 euros-, a su autor favorito: Julian Barnes. ¿Imaginan que en España hubiera que pagar para ver en carne mortal a nuestro ídolo literario? Cuántas soberbias caerían... Algunos autores españoles y latinoamericanos acudirán al Festival del Libro para reunirse con sus lectores británicos en un ambiente de fiesta nada impostada que incluye eso que echamos siempre de menos, por ejemplo, en la Feria del Libro de Madrid: buenas sombras donde sentarse y unos aseos -de señoras y caballeros- ejemplarmente atendidos, lo que en un país tan cervecero siempre se agradece. Por aquí pasarán Carlos Fuentes -que ya conoce el lugar-, Rodrigo Fresán -que ha sufrido la dureza de la crítica inglesa por Jardines de Kensington-, Benjamín Prado -que publica nada menos que en Faber and Faber- y Javier Cercas -que hablará con el israelí Etgart Keret de sus respectivas nuevas novelas.

Para los lectores de las islas el interés reside, sobre todo, en la larga lista de primeras figuras que pasarán por el festival en un año en el que el más prestigioso premio literario del Reino Unido -el Booker- presenta una lista de candidatos literalmente apabullante. Está el citado Julian Barnes, pero también -y estarán en Edimburgo- Zadie Smith o Salman Rushdie. Para los de mi generación, un icono: el americano John Irving, que también estrena novela: Hasta que te encuentre -naturalmente, habla de su padre.

Y cerremos con el arte. Dos exposiciones destacan con la luz de lo especial. La visión de Gauguin, en la National Gallery of Scotland, complementa el análisis de su Sermón con obras de Cézanne, Degas, Van Gogh, Bernard, Sérusier y Pissarro. Muy bien, muy interesante, pero quizá poco sorprendente. Mejor acudir primero a la Scottish National Gallery of Modern Art a ver Retratos y cabezas de Francis Bacon, entre éstas, y varias veces, la suya propia. Qué pintor.

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