Vinos y fiestas
Vino, vino, divino. Su consumo se reduce cada día. Ha pasado de beberse a diario en los domicilios a ocupar un puesto de invitado de lujo los fines de semana o cuando nos acercamos a un restaurante. Y no en todos se puede pedir cualquiera sin antes asegurarnos de que nuestra tarjeta visa tiene crédito suficiente.
Los jóvenes de hoy llegan muy tarde a la cultura del vino. Conocen sus cualidades, diferenciaciones, y su forma civilizada y educada de consumo en torno a los treinta y tantos. Antes habrán dejado por el camino los refrescos de cola, la cerveza y, cómo no, el kalimotxo, auténtico brebaje imbebible. Servido en condiciones aberrantes, en vasos de papel y caliente, escupido de una máquina infernal que elabora la mezcla a escondidas, no es de extrañar que en este contexto la actitud de los jóvenes hacia el vino tinto sea de rechazo durante algunos años.
Según van cayendo los años y se aplacan nuestros impulsos juveniles de comernos el mundo, los ciclos festivos irán regados por la socorrida cerveza, mejor servida, más fresca y que se presta más a la charla civilizada. Cambia la persona, sus maneras de comportarse y relacionarse. En este nuevo entorno es cuando el vino empieza a coger un protagonismo en nuestras fiestas, que comienzan a planificarse en torno a la mesa, sentados, juntas viandas, vinos y amistad. Queremos comer y comprender la magia del vino, nos puede la curiosidad y el discurso del amigo fiel, lector de las innumerables revistas del asunto, o la pasión como describe las excelencias del último vino catado.
Afortunadamente, la cultura del vino es mucho más compleja, difícil y divertida que las opiniones del amigo o conocedor de turno. La vid y sus frutos existen en el planeta Tierra antes que el hombre, nunca ha dejado de regalarnos su apreciado mosto. Hasta Noé, según la Biblia, guardó plantas de vid en el arca, poniéndolas a salvo del diluvio universal, y lo primero que hizo al salir de su nave fue plantarlas y emborracharse con sus frutos.
Esta cita de la Biblia viene bien para los que acaparan y guardan vino, en un claro signo de ostentación frente a sus amigos. Todos los años tenemos cosecha y el vino no se acaba. Últimamente, cosas de la aldea global, podemos decir que disponemos de dos cosechas al año, la nuestra y las de los países productores del Hemisferio Sur. Estos últimos vendimian en los meses de febrero y marzo, lo que nos permite que en estos momentos podamos disfrutar de la cosecha 2005 de países como Chile, Sudáfrica, Argentina o Australia.
Cada país, región o parcela nos dará un mosto distinto. Incluso aunque sean vecinos, comprobaremos que el vino de un viñedo no se parece en nada al de otro vecino. Esto nos habla de lo divertido y difícil que resulta controlar la cantidad de botellas que inundan nuestro mercado.
Ante todo este abanico de posibilidades deberíamos no banalizar su consumo en esos grifos de dudosa reputación, pero tampoco volvernos locos y hacer de cada apertura de botella un rito de culto divino. Porque el vino se elabora para ser bebido, como bien sabía Noé.
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