El palacio recalcitrante
La arquitecta Anca Petrescu puede lanzar un largo suspiro satisfecho: del tejado se están retirando ya los andamios, y las salas que a partir del próximo mes albergarán al Senado de Rumania ya están listas, en flor. Con estas intervenciones de menor calado pone punto y final a la obra de su vida, la Casa Poporului o Casa del Pueblo, el gigantesco palacio en el que ha venido trabajando intensamente desde 1984 -año en que el dictador Ceausescu puso la primera piedra- hasta el colapso del régimen comunista en diciembre de 1989. Entonces ella era muy joven, y coordinaba a otros 300 colegas y 20.000 obreros que trabajaban ininterrumpidamente, en turnos de ocho horas, para acabar cuanto antes el capricho faraónico del dictador que exigía un edificio comparable a Versalles, al complejo gubernamental de Pyongyang, que había podido admirar en Corea del Norte, o al proyecto del Gran Eje que Speer proyectó para el Berlín de Hitler.
En la realización del proyecto trabajaron 300 arquitectos y 20.000 obreros en tres turnos diarios
No hay aire acondicionado porque Ceausescu temía que lo envenenaran echando algún gas
En el palacio hay 2.800 candelabros y 222.000 metros cuadrados de alfombras
-Ceausescu venía a la obra una vez por semana, -me cuenta la arquitecta Petrescu-. Eso que cuentan de sus manías, de sus locos caprichos, son leyendas. Yo le recuerdo como un hombre preciso, modesto, disciplinado, muy atento a la calidad de los materiales. Muy exigente. Pero para mí la mayor exigencia era la que me planteaba las canteras, había que hacerlas trabajar de forma sostenida...
Para levantar en medio del casco antiguo de Bucarest esta mole de piedra forrada de mármol travertino hubo que endeudar el país entero, demoler casi diez mil casas de vecinos, muchas de ellas del siglo XIX, reducir a polvo la catedral y una docena de iglesias, y trazar la avenida de Unirri, antes Victoria del Socialismo, de 3,5 kilómetros de longitud, que partió en dos de manera irremediable el eje de desarrollo de la ciudad.
(El tirano sigue "vivo" en la pantalla del televisor, donde caza, como en los años de su esplendor, negros jabalíes -esos grandes bultos que pasan saltando sobre la nieve ante la boca de su fusil, y que al oír el sordo estampido van cayendo uno tras otro sobre la nieve, como en una historieta de Tintín-; luego pasa revista a la hilera de corpulentos despojos alineados sangrando sobre la nieve, y, tras un fundido en negro, reaparece, esta vez en mangas de camisa y con el vaso en la mano, en una taberna que es el paradigma celestial de todas las tabernas, cantando, junto a su Elena, canciones populares a las que hacen coro algunas señoras vestidas con galas del folclor. La voz en off, con la gravedad propia de los documentales, nos pide que nos fijemos en dónde está el truco de la carrera de los jabalíes hacia la muerte. Basta apagar el televisor, y todo se funde en negro. Pero, parafraseando el célebre microrrelato, cuando los rumanos despertaron de la pesadilla, el palacio seguía allí).
-Espero que la vida pueda entrar en el monstruo -dice la arquitecta Mariana Celac, que le ha dedicado más horas de lo que le gustaría al palacio-. El primer paso sería derribar la raya que lo aísla y lo impone a la ciudad como un cuerpo extraño, y el segundo multiplicar las intervenciones "quirúrgicas" en su propio cuerpo, como el Museo de Arte Contemporáneo, que se inauguró el pasado octubre, y que es en Bucarest una novedad extrañísima.
El edificio es tan grande que incorpora cuanto le echen, sin notarlo. Sede del Parlamento, del Senado, del Tribunal Constitucional, de otras instituciones del Estado, Museo de Arte Contemporáneo, museo de trajes folclóricos, centro internacional de conferencias, juzgado para bodas y ceremonias civiles, destino turístico ineludible, todo lo traga, y nada lo altera.
Al pie del muro funerario que cerca el parque palaciego se celebran los grandes conciertos al aire libre y la anual fiesta de la cerveza, que es una de las fiestas populares con más aceptación de Bucarest. Bajo los palios y toldos de colores chillones, las fuentes de cerveza manan ininterrumpidamente, se alzan columnas de humo impregnado de olor de barbacoa, miles de ciudadanos están sentados en los bancos, cada soplo de viento hace revolotear papeles grasientos y la música que brota desde encima de cada mostrador choca y se mezcla con la música de los tenderetes vecinos. La fiesta parece el campamento de una tribu de nómadas instalada al pie del castillo encantado de un rey sombrío, lunático.
Desde hace unos meses gobierna el país gente nueva, dirigida por el ex alcalde de Bucarest, y Carlos, sentado a mi lado y manejando su segunda jarra de cerveza como argumento irrebatible, insiste en que el hecho de que Ion Iliescu, varias veces presidente del Gobierno, vaya a ser juzgado como responsable de las mineriazas de hace quince años -las mineríadas: aquellos asaltos de los mineros del valle del Jiu que irrumpieron en Bucarest para romper cabezas de estudiantes díscolos y vandalizar las sedes de los partidos políticos- es la señal tan esperada por todos de que el país se pone en marcha de una vez. Hoy se bebe en torno a estas mesas de pino encharcadas con la alegría con que se va a beber también los fondos de cohesión de la comunidad europea. Reina el buen humor. Se comparan las excelencias de las cervezas locales, Ursus, Silva, Timisoreana o Ciucas, con las extranjeras Carlsberg, Tuborg, Stella Artois. Suena la canción de Brel: Ça sent la biére, de Londres a Berlin, Dieu, qu'on est bien. (El aire huele a cerveza, de Londres a Berlín, ¡Señor, qué bien se está). Se habla de los manejos de las pérfidas multinacionales para devorar las inocentes, indefensas destilerías rumanas; y un compañero de mesa, poeta estimable, deja caer sobre la mesa un comentario antisemita como una culebra, una de esas bajezas que suceden en Centropa con más frecuencia de lo imaginable y en ambientes que uno creía vacunados.
Para matar la polémica se alzan las jarras de cerveza. Un contertulio abstemio desvía la mirada buscando otra cosa en qué fijarla... y la fija en la mole del palacio, el palacio gris, de cuadrada planta descomunal, elevado sobre una colina artificial, que domina el paisaje, que domina toda la ciudad, a cuya presencia es imposible sustraerse; el edificio más característico y famoso de Bucarest: hay en la ciudad tesoros de la arquitectura ecléctica europea, muestras abundantes de edificios de la escuela "nacional rumana" de las décadas de los ochenta del siglo XIX hasta la del cuarenta del siglo XX, monumentos neoclásicos, y también, en el céntrico bulevar Magheru, manifestaciones de la arquitectura moderna de cierto mérito. Pero todo queda a la sombra de ese coloso monótono.
Mi primer cicerone por sus salones fue el joven Alex Tudoran, un licenciado en Derecho que no llegó a ejercer porque emigró a España. Ahora vive en Mataró, en el litoral barcelonés, donde nos encontramos hace un par de meses. Está en vísperas de casarse con su novia española y empezar la segunda parte de su vida. Como muchos jóvenes rumanos que apenas han conocido o apenas recuerdan la dictadura y que sienten por la política un interés escaso, a Alex le gusta el palacio. En sus años de guía se lo enseñó a muchos españoles, "desde el Rey al último turista", y aún sabe declinar sus medidas: "Ocupa 330.000 metros cuadrados, es el segundo edificio del mundo, después del Pentágono, en cuanto al área que ocupa; en cuanto a volumen, es el tercero, después de Cabo Cañaveral y la pirámide mexicana de Quetzalcoatl. Ningún otro país tiene un palacio como éste, ni lo tendrá, porque no se volverá a construir algo así".
Para acceder al Muzeul National de Artá Contemporaná (MNAC) hay que andar durante un buen rato a lo largo de la muralla de la avenida del Trece de Septiembre, explicarse ante un centinela del Ejército, seguir zapateando bajo el sol, entre el acantilado de piedra que es la fachada lateral del palacio y el parque desabrido, y por fin entrar en uno de los ambientes más sofisticados de la ciudad, y más solitarios. No posee una colección de objetos que preservar o exhibir; sus promotores (básicamente el anterior alcalde de Bucarest y actual presidente rumano) lo valoran como herramienta didáctica para las generaciones jóvenes, demasiado al margen de los movimientos y tendencias estéticas europeas. La incorporación del MNAC al palacio, o mejor dicho su incrustación en él, no se hizo sin resistencias entre los círculos artísticos; a muchos, en verdad, les repele asociar la idea de su actividad creativa a este símbolo del totalitarismo. A la arquitecta Petrescu tampoco le gusta, porque rompe el principio de coherencia: "Un lugar pensado como centro político no es lo mismo que un centro de arte", y además la entrada exhibe dos torres de vidrio por las que suben y bajan sendos ascensores (como en el Reina Sofía de Madrid) que rompen la armonía del lienzo de piedra. La verdad es que la señora Petrescu, que es parlamentaria del partido Romania Mare (Rumania Grande, de signo nacionalista populista) y vicepresidenta de la Comisión de Asuntos Exteriores del Parlamento, se preocupa en vano por eso: las dos torres de vidrio y metal, materiales constructivos emblemáticos de la modernidad, se diluyen en la fachada, como las instituciones en el interior. Los ascensores y las grandes cartelas de caligrafía atrevida y colorista sobre la puerta parecen del tamaño de una pulga frente al constructivismo paquidérmico del dictador. Dentro se han panelado las salas, se han bajado los techos, tendido suelos de madera, instalado un bar futurista donde suena música pop, unas oficinas funcionales donde trabaja una plantilla de jóvenes que igual podrían estar en Berlín o Londres participando en los grandes debates estéticos contemporáneos, pero están envueltos en este silencio de vientre de Leviatán. Las salas espaciosas todavía huelen a pintura, a madera húmeda. Visito el museo un día laboral a media mañana, y en cada uno de los tres pisos encuentro a una persona, quizá a dos, y probablemente sean los guardianes, porque visten con prendas de un gusto muy juvenil, internacional y deliberado.
Saliendo del museo, de vuelta a la avenida de Trece de Septiembre, y doblando dos esquinas, llegamos a la entrada principal para hacer una visita turística ordinaria. Cerca de mil personas que cada día, repartidas en grupos de 50, siguen a una joven guía a través de unas pocas docenas de los mil salones de que dispone el palacio, todos con parecidas molduras en las paredes, con el suelo cubierto por las mismas gigantescas alfombras. Mi guía se llama Oona y recita números como versículos del evangelio: hay en el palacio 2.800 candelabros y 222.0000 metros cuadrados de alfombras, tejidas por las artesanas de Maramures, que se dice que nacen con la aguja en la mano. Tres mil quinientas toneladas de cristal en ventanas y puertas y 3.000 metros cuadrados de cuero en los asientos y respaldos de sillones. Las paredes están recubiertas de un millón de metros cuadrados de mármol. Mármol, madera, cuero, cristal y metal, todo es de la mejor calidad y todo procede del país. ¡No hubo que comprar nada en el extranjero! En algunos trechos, en los salones sin ventanas, la atmósfera tal vez les parezca enrarecida: no hay dispositivos de aire acondicionado porque Ceausescu temía que lo envenenaran echando algún gas en los conductos de ventilación.
Pasamos de una "sala de conferencias" a otra "sala de conferencias...". Y no hay más que una teoría delirante de salones en todo iguales los unos a los otros, algunos pertrechados con hileras de butacas y otros sin butacas, algunos con una hilera de cabinas para intérpretes en un rincón. En un salón, un montón de sillas plegables; en otro encontramos dos marcos de cuadros, sin lienzo, de medidas descomunales. Una docena de salas de conciertos, una docena de salas de teatro, varios salones para celebrar congresos, con capacidad para cien, para quinientos, para mil, para dos mil espectadores. Todos estos espacios están vacíos y todos son reflejos repetidos hasta el infinito entre espejos enfrentados. Oona no sabe qué destino pensaba darle el dictador a tantos salones. Ah, éste iba a ser el de las recepciones al cuerpo diplomático acreditado en la ciudad. Vean aquí estas escalinatas, dispuestas la una frente a la otra. Por ésta bajaría Nicolae; por la de enfrente, Elena. A mitad del descenso, se mirarían y se sonreirían; y aquí, al pie de las escaleras, les esperarían los diplomáticos en sus uniformes y ropas de gala. Estas escaleras hubo que reconstruirlas seis veces, ajustando al milímetro la altura de los escalones para asegurar que Ceausescu, que era un hombre de baja estatura, pudiese bajar con paso lento y manteniendo en todo momento un porte muy digno y envarado ante sus invitados.
Al pisar otro salón, un viejo que lo viene mirando todo en éxtasis, exclama: "Ya me puedo morir tranquilo". Ya ha visto en qué se invirtió el gigantesco esfuerzo nacional de varios años, las mejores materias primas, el trabajo de los más finos artesanos, los cálculos de los mejores arquitectos, y para qué estuvo suspendida durante años sobre el centro de Bucarest una inmensa nube de polvo. Dos señoras le responden, en tono de gran indignación. Son rumanas exiliadas, de regreso en Bucarest para las vacaciones. El viejo no entiende por qué se enfadan. ¿Es que no les gusta?
Me despisto un momento, me quedo rezagado y pierdo el grupo. Ahora voy de salón en salón buscando la salida del laberinto. Me cruzo con una mujer vestida con traje de novia, que corre, con expresión angustiada, porque también se ha perdido y no sabe volver al salón de su boda. En el centro de otro salón me encuentro a un tipo vestido con un uniforme azul, no está claro si es un bedel o un almirante. Lleva una gorra de plato bajo el brazo y entre los labios un cigarrillo de plástico. Le digo que la historia de las escaleras que hubo que reconstruir seis veces no me la acabo de creer: me parece que pertenece ya al territorio de lo ficticio, de lo legendario. El almirante se encoge de hombros. Le pregunto si sabe por dónde se sale. ¿Por cuál de los seis pisos subterráneos quiere usted salir?, responde. ¿Por el túnel que lleva a Moscú o por el que conduce al Ministerio de Defensa? ¿O quizá por el aire, desde el helipuerto, o tal vez por el camino de la galería de honor, con sus 34 robustas columnas y una criatura muerta dentro de cada columna?, pero esto último no me lo recomienda, a veces se echan a llorar, se las oye perfectamente. Tal vez prefiera ir por el camino de los fantasmas... Va desgranando las leyendas del palacio, y por debajo de sus palabras envueltas en olor a mentol me parece escuchar la voz de Alex Tudoran, que fue aquí guía durante un par de años y ahora vive en Mataró, España. Mi país, me dijo, ha sufrido muchas penalidades, y ahora avanza cada día, pero avanza tan lentamente que a veces te desesperas. Puedes tener dos o tres licenciaturas universitarias y no encontrar trabajo. El de guía en el palacio es un empleo muy mal pagado, pero tiene sus compensaciones; la principal es que es una pista de despegue para los jóvenes. Entras en contacto con extranjeros, la empresa te pasa encargos con alemanes, con españoles... El palacio es una pista de despegue.
Él, por lo menos, ya ha despegado.
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