_
_
_
_
RELATOS DE LA SERIE NEGRA

Una heroína de barrio

Mamá Romero era una mujer querida, en cierto modo protegida e incluso admirada, allí en su barrio de Villaverde Bajo, en el sur madrileño. Y ello a causa de una razón poco común: dos años antes había matado a un hombre.

Era una mujer de algo más de cuarenta años, guapa y menuda, de piel pálida, ojos azules, pequeños y nerviosos, y cabellos negros ensortijados. Tal vez habitaba en su sangre un hervor gitano. El hombre a quien acuchilló una noche de verano se llamaba Román y le apodaban El Escorpión. Era un rumano alto, de mediana edad, flaco y chulo, que templaba sus músculos en un gimnasio cercano a la estación de San Cristóbal y que vendía drogas a los chavales de Villaverde Bajo en un bar de los arrabales. Mamá Romero preparó con cierta minuciosidad el crimen y lo ejecutó sin asomo alguno de duda. Después, varios vecinos, que acudieron como testigos de su defensa ante el juez que vio el caso, afirmaron que la muerte de El Escorpión fue un acto en defensa propia. Y Mamá Romero ganó la libertad. Desde entonces, siempre había alguien que la invitaba al café con leche cada mañana, cuando hacía un alto en el bar de Próspero, junto al mercado, y podía comprar a crédito en un puñado de comercios. A Mamá Romero la gente del barrio la trataba con calor, respeto y cortesía. Pero ella no estaba segura de que haber matado a un hombre constituyese un motivo de admiración y de honra.

A Mamá Romero la gente del barrio la trataba con calor, respeto y cortesía. Pero ella no estaba segura de que haber matado a un hombre constituyese un motivo de admiración
Durante dos semanas permaneció en un centro en donde la trataron como si estuviese loca. Pero ella tenía la impresión de que ni el médico ni las enfermeras la tenían por loca
Comenzó a visitar el ambulatorio para curarse de los hematomas que se producía al chocar con las puertas y caerse frecuentemente por la escalera
Una tarde, al terminar la limpieza en una casa, asistió a una reunión que organizaron en Madrid unas mujeres de un grupo feminista sobre los malos tratos en el hogar

Hija de gente de campo, Mamá Romero, a quien sus padres bautizaron como Paloma, había nacido en un pueblo de Badajoz, en donde se casó con un guapo muchacho, Rubén, que poseía una rara habilidad para la fontanería. Emigraron a Madrid muy pronto y tuvieron un hijo, un criajo rubio al que pusieron de nombre Jonathan en el juzgado. Un día, después de hacer el amor a la hora de la siesta, Rubén la llamó Mamá Romero, con voz llena de cariño. Y así quedó. Muy pronto la gente comenzó a nombrarla de la misma manera. A ella le gustaba, porque le recordaba a Jonathan y porque Rubén se lo había dicho una tarde en que se mostraba encendido de amor por ella. Creía, además, que ese apodo le daba prestancia social, un peso añadido en la vida. Le sonaba un poco italiano. Y todo lo italiano tenía importancia para ella. A causa del Papa, quizá. Porque ella era cristiana; al contrario que Rubén, que presumía de ateo y comunista.

Rubén se abrió enseguida camino en Madrid ejerciendo el oficio que con tanta maña dominaba. Militaba en un sindicato obrero y se pavoneaba diciendo que su abuela fue amiga de La Pasionaria y que, por eso, él se llamaba Rubén, igual que el hijo de Dolores Ibarruri, que murió en la batalla de Stalingrado como un héroe del Ejército Rojo. El dinero, su atractivo y su simpatía le abrieron los brazos de muchas mujeres. Y no sólo los brazos de mujeres; también las puertas de las partidas del póquer chirivito y las botellas de vino y de whisky. Mamá Romero pasaba muchas horas de soledad ante el televisor. Le gustaban las telenovelas latinas y las películas de gánsteres.

Un amanecer, al regresar de una juerga de naipes y de tragos, Rubén despertó a Jonathan para acariciarle y besarle entre babeos y risas de beodo. Ella le preguntó a gritos que con qué derecho despertaba al niño. Rubén la pegó entonces, de súbito. Fue un puñetazo en la cara, no muy fuerte, que dejó a Mamá Romero un moratón a la altura del pómulo.

Al siguiente día, él pidió perdón, avergonzado. Pero, desde esa noche, Rubén convirtió en una costumbre golpearla casi siempre que bebía con exceso, lo que sucedía cada vez más a menudo. Mamá Romero comenzó a visitar con frecuencia el ambulatorio, para curarse de los hematomas que se producía al chocar con las puertas de su casa y a causa de sus frecuentes caídas por la escalera. Mamá Romero vivía en un piso bajo y no necesitaba usar las escaleras; y en cuanto a las puertas de su vivienda, podía abrirlas y cerrarlas con los ojos cerrados. Pero ni las enfermeras ni el médico le preguntaron jamás, con detalle, sobre el origen de sus magulladuras. Y ella lo prefería así, pues sentía temor de hablar con alguien de aquello y le avergonzaba su humillación.

Un día recibió una paliza más fuerte que de costumbre. Después de curarse, acudió a la iglesia y le habló al cura, en el confesionario, sobre su marido. No obstante, sintió una súbita timidez cuando el sacerdote le preguntó por los golpes de Rubén, y Mamá Romero respondió que eso sucedía sólo de cuando en cuando y de forma leve. Y no supo por qué lo hacía, pero se acusó de blasfemar en ocasiones a causa de las disputas con su esposo. El cura, un hombrecillo delgado, de fina piel en la que se marcaban venillas azuladas, dijo que debía aguantar aquella prueba que Dios le enviaba, la absolvió con una bendición y ordenó a la mujer que rezara dos rosarios como penitencia por sus blasfemias.

Una tarde, al terminar la limpieza en una casa, asistió a una reunión que organizaron en Madrid unas mujeres de un grupo feminista sobre los malos tratos en el hogar. Había visto el anuncio en un periódico de los que entregan gratis en el metro. Mamá Romero tuvo la impresión de que aquellas mujeres, por alguna suerte de poder mágico, sabían con detalle todo lo que a ella le sucedía en su hogar. Pero sintió vergüenza cuando, al final del acto, durante el coloquio, una de las organizadoras le preguntó por el origen de sus moratones. Mamá Romero respondió que se caía por las escaleras de su casa y se golpeaba con las esquinas de las puertas. La muchacha le dijo que aquello no era cierto, que lo mismo decían muchas mujeres sobre las heridas que les producían los golpes de sus maridos. Mamá Romero no quiso seguir hablando y se marchó sin decirle a aquella mujer cómo se llamaba ni en dónde vivía.

Alguna vez pensó en denunciar a Rubén, pero desistió al escuchar en un programa de televisión la historia de una mujer que había denunciado a su marido por palizas: cuando el hombre salió del juzgado, la quemó viva. También pensó en matar a Rubén, clavarle un cuchillo en el corazón mientras dormía después de una de sus grandes moñas. Pero ¿y si la condenaban a prisión por el crimen?, ¿quién atendería a Jonathan? Contemplaba su existencia como un territorio vacío de piedad, sin leyes justas que la protegieran ni héroes que la vengasen.

Al fin, Dios pareció acordarse de ella. Una madrugada, Rubén salió borracho de la taberna en donde se organizaba la timba y un camión le atropelló. Murió instantáneamente. A Mamá Romero le provocó una sonrisa amarga el saber que el camión era un vehículo de recogida de basuras. A la mierda con Rubén, pensó.

Al poco, comenzó a trabajar como asistenta por horas. Jonathan tenía ya 12 años, era un niño alegre y le gustaba el colegio. Quizá llegase a ser funcionario, pensaba con ilusión Mamá Romero. Y sentía que su vida era ahora algo parecido a un golpe súbito de viento fresco y tormentoso, como el que a veces entraba por la ventana algunas tardes del abrasador estío. Los dos veranos siguientes tuvo dinero bastante para llevar a su hijo a la playa de Benidorm durante quince días. Y en la pensión en donde se alojaron sintió, por primera vez en su vida, que la trataban como a una señora. Le gustó, sobre todo, no tener que hacerse la cama cada mañana.

A los 15 años, Jonathan comenzó a pincharse. Mamá Romero había notado que faltaba dinero en el cajón en donde lo guardaba y un día vio que su hijo tenía varias picaduras en la articulación del antebrazo. Enseguida supo de qué se trataba y aquello fue como un golpe en el vientre, más doloroso que cualquiera de los puñetazos que le había propinado Rubén durante los años anteriores. Mamá Romero acudió a la comisaría del barrio para pedir ayuda; pero un policía gordo, de aspecto desaseado, le informó con amabilidad de que consumir droga no era delito y que nada podían hacer por ella. Dos días más tarde, una de sus vecinas le indicó el lugar del barrio en donde se compraba la heroína y quién era el vendedor. Así fue como conoció a Román, El Escorpión.

Nunca sabemos lo valientes que podemos llegar a ser hasta que algo muy querido está en juego. Mamá Romero entró en aquel arrabal adonde nadie extraño se acercaba después del atardecer. Y preguntando a unos y otros, entre gestos de estupor y risas de incredulidad, dio con el bar. Había un aire espeso en el interior, luz mezquina en los rincones y olor a marihuana, a sudor y a cerveza. Unos jóvenes jugaban al billar americano y el retumbar de un hip-hop de letra ininteligible parecía golpear en las paredes como el pálpito de un corazón violento. El hombre de tez grasienta que estaba detrás del mostrador señaló a un tipo alto cuando Mamá Romero preguntó por El Escorpión.

Caminó con paso decidido hacia él y le habló, pero no lograba hacerse entender bajo el sonido atronador de la música. El rumano vestía una chaqueta corta a juego con los jeans azules y era rubio, descarnado de mejillas, de mirada dormida y grandes orejas encarnadas. Finalmente, el hombre la tomó por un brazo y la condujo a la calle. Otros dos tipos les siguieron.

-Bueno, ¿qué quieres tú, mujer? -dijo el hombre una vez fuera, con un ligero acento extranjero en la voz.

Mamá Romero sintió alivio lejos de la música. Los otros dos hombres la miraban, a poca distancia de la espalda de Román.

-Quiero que no vendas más heroína a mi hijo.

-No sé quién es tu hijo y no vendo caballo.

-Tiene sólo 15 años. Se llama Jonathan.

-No trafico con droga, mujer.

-Me da lo mismo lo que hagas, pero no se la vendas a él.

-¿Traes dinero?

-No.

-¿Y qué me das a cambio?

-Lo que quieras.

-Ven, respondió El Escorpión -y la llevó con él a la parte trasera de la casa, a un cuartucho sin ventilación en el que había sólo un camastro y un rollo de papel higiénico-. A veces, si las mujeres me gustan, me pagan con lo que tienen, dijo el rumano mientras se quitaba los pantalones.

Dos días más tarde, Jonathan destrozó el aparato de radio arrojándolo contra el suelo y la amenazó con golpearla. Durante unos segundos, Mamá Romero vio en su rostro los ojos de Rubén, pero logró calmarle y espantar el fantasma. Una semana después consiguió que el muchacho aceptase acudir a un centro cívico de salud para comenzar un tratamiento contra la dependencia de drogas. Ella acudió de nuevo a la comisaría para denunciar al traficante rumano.

El mismo agente que la recibió la primera vez, aquel tipo gordo y desaliñado, la informó de que era imposible hacer nada contra El Escorpión si no conseguían "cogerle con las manos en la masa". Así lo dijo, como en las películas de la tele.

Transcurrido un mes, Jonathan dejó la clínica y volvió a pincharse. Y Mamá Romero regresó al bar de los arrabales.

-Hoy no me apeteces -dijo El Escorpión-. Y si tu hijo compra caballo, yo no puedo impedirlo. El mercado es libre.

-Quiero comprarlo yo.

El rumano le vendió tres dosis por 20 euros. Cuando ya se iba, Mamá Romero señaló a los dos hombres que le escoltaban.

-¿Te hacen falta guardaespaldas para hablar con una mujer?, ¿me temes?

El otro se rió con ruido.

-Yo no tengo miedo de nadie, mujer. A ellos les gusta acompañarme.

Tiró las dosis en un basurero, camino de su casa. Y la siguiente semana regresó a comprar heroína. Esta vez, El Escorpión salió solo a su encuentro.

-¿Vienes sin niñeras? -dijo Mamá Romero. Había oído algo parecido en una película de gánsteres.

Recibió un bofetón y sintió que el labio le sangraba.

-La próxima vez te pegaré más fuerte -dijo el rumano.

Arrojó la droga a un contenedor de basuras antes de llegar a su casa. Jonathan veía la televisión. Parecía tranquilo y estaba guapo otra vez, aunque había adelgazado mucho. Y ya no era un chico alegre.

Esperó diez días para ir de nuevo en busca de El Escorpión. Había llovido durante la mañana, el suelo de los caminos del arrabal estaba embarrado y olía dulzón a basura y a miseria. El rumano salió del bar sin la compañía de sus compinches. Mamá Romero le pidió 10 dosis.

-Ha subido el precio -dijo él-. Ahora está a 10 la papela.

Mamá Romero abrió el bolso, contó los billetes de cinco hasta que sumaron 90 y se los tendió al hombre. Dejó su bolso abierto: en el fondo brillaba levemente la hoja del cuchillo de cocina.

-Faltan 10 -dijo el rumano.

-Cuéntalos bien -respondió ella.

El Escorpión volvió a mover los billetes entre los dedos. Mamá Romero sacó el cuchillo. Y le pareció ver, de pronto, el rostro de Rubén.

Al hombre no le dio tiempo a levantar la mirada cuando la mitad de la hoja ya había atravesado su pecho, debajo de la tetilla izquierda. Gritó algo confuso, quizá un insulto en su lengua, antes de dar un par de pasos hacia ella y caer al suelo. Mamá Romero tiró el cuchillo y las dosis de caballo. Huyó corriendo del lugar, chapoteando sobre los charcos sucios. Por la mañana fue a la comisaría y confesó su crimen.

En los días siguientes sucedieron cosas que a Mamá Romero le parecieron incomprensibles. Durante dos semanas permaneció en un centro de atención psiquiátrica, en donde la trataron como si estuviese loca. Pero ella tenía la impresión de que ni el médico ni las enfermeras la tenían por loca. Cuando se celebró el juicio, resultó que, al parecer, numerosos vecinos se encontraban en el lugar de la muerte, justo en el momento en que Mamá Romero le clavó el cuchillo al rumano. Todos declararon que había sido, sin lugar a dudas, un asesinato cometido en defensa propia. Juraron ante un juez muy joven, un muchacho pálido de tez y casi imberbe, al que la toga parecía venirle algo grande, como si la hubiese comprado de segunda mano. Una de las vecinas de Mamá Romero llegó a decir en su testimonio que, "después de todo, el muerto era un extranjero", y las mejillas del joven juez enrojecieron. Mamá Romero salió libre de cargos. Una veintena de personas la aplaudieron en la puerta del juzgado.

Ahora, Jonathan vivía en Cuenca, en un internado que le buscó el sacerdote de las venillas azuladas, y en el que seguía un programa de desintoxicación e integración social para drogadictos. A Mamá Romero la saludaba mucha gente por la calle y en el mercado recibía golpes cariñosos en la espalda. Una vez, el policía gordo paró el coche patrulla en la calle principal de Villaverde, bajó el cristal de la ventanilla, sonrió y le dijo: "Nos has quitado un buen peso de encima, Mamá Romero". Ella sintió que era agradable que la llamaran por su nombre.

Trabajaba limpiando en un edificio de oficinas del centro de Madrid y ganaba más dinero. Se inscribió en la biblioteca pública del barrio y se apasionó con la lectura de los novelistas rusos del siglo XIX. Le fascinaba Crimen y castigo; pero no encontraba nada en Raskolnikov que le recordase a ella misma. Pensaba que al ruso, en el fondo, le gustaba matar, mientras que ella no sentía ningún orgullo por la muerte del rumano.

No alcanzaba a reflexionar con claridad sobre cuanto había acontecido en su vida desde dos años antes y no se sentía capaz de explicar a nadie sus pensamientos. Pero adivinaba que, cuando las leyes fracasan, la diferencia entre el crimen y el heroísmo deja de existir. Y esa idea no le gustaba.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_