Hombre de plata, aprendiz de bronce
Paquillo Fernández alcanza su tercer segundo puesto consecutivo en una competición mundial y Molina fue tercero en una carrera en la que se impuso el ecuatoriano Jefferson Pérez
Jefferson Pérez pasó por todos los estados posibles en la mente de Paquillo Fernández, quien una vez más terminó segundo, plata al cuello, en una competición universal.
Jefferson Pérez, ecuatoriano, magnífico, inteligente, fue Jefferson La sombra, Pérez varios días antes de la prueba de ayer. Fue Jefferson, La obsesión, Pérez de un Paquillo Fernández que no temía a nadie, que no temía a nada, que se veía perfecto, que ni siquiera pensaba en que el cielo pudiera caer sobre su cabeza, si no fuera por Jefferson Pérez. Ayer, durante la carrera de los 20 kilómetros marcha, el ecuatoriano pequeño, el hombre de goma, el campeón mundial de París 2003, el campeón olímpico de Atlanta 96, fue Jefferson Garrapata Pérez. Lo fue durante 15 kilómetros, durante el tramo, el primer tramo de la prueba, en el que Paquillo marchó apremiado, obsesionado, mirando el reloj cada dos minutos como aquel que teme llegar tarde a una cita o perder el tren. Paquillo, ansioso, miraba el reloj, miraba a su espalda, veía al tranquilo ecuatoriano detrás, sonriente el serrano, feliz de marchar allí, y se disparaba. Aceleraba progresivamente, daba otra vuelta a las clavijas Paquillo, tensaba la cuerda, y en cada esfuerzo se dejaba el alma, se le escapaban las fuerzas, y Pérez, Garrapata Pérez, seguía allí, pegado, clavado. Y cuanto más aceleraba más nervioso, más sufría Paquillo, que no encontraba agua que calmara su sed, que no encontraba paz, tranquilidad. Pero lo peor estaba por llegar.
Molina goza como tapado de la marcha española, de aprendiz a la sombra, lo lee, lo oye y se ríe por dentro
Paquillo tensaba la cuerda y en cada esfuerzo se dejaba el alma, y Pérez seguía allí pegado, clavado
Faltaba por actuar Jefferson Demoledor Pérez, la última transformación, la última evolución del marchador que, como en París hace dos años, le iba a negar a Paquillo, de 27 años, la gloria suprema por la que tanto suspira. El demoledor Pérez entró en acción en el kilómetro 15, a la hora de carrera, en el momento en que empezaba un mínimo repecho, justo cuando Paquillo, ya desesperado, ni siquiera tenía moral para mirar el reloj, cuando ya la tirita que ensanchaba sus fosas nasales colgaba tiritando, justo cuando Paquillo, ya sin aire, abría la boca buscando oxígeno, justo cuando la cinta negra de su pulsómetro bailaba temblando en su pecho. Fue un tirón, fueron dos tirones, fueron tres. Fue Jefferson, Goma, Pérez, caderas elásticas, hombros bailarines, flotando sobre el asfalto de la avenida principal de Helsinki en una tarde gris y templada. Fue Paquillo Fernández, hombre de palo, rígido, tieso, tren superior agarrotado, desvalido, cara de dolor, marcha de sufrimiento. Fue el final de la carrera.
Por detrás, unos segundos detrás, con una perspectiva perfecta de la carrera, Juan Manuel Cabezafría Molina disfrutaba de su papel en el otro partido hispano-ecuatoriano que se libraba.
Juanma Molina, de Cieza (Murcia), 26 años, goza con el papel de tapado de la marcha española, de aprendiz a la sombra de Paquillo que se le ha asignado. Lo lee, lo oye, y se ríe por dentro. Qué sabrá la gente, se dice. Es un chico tranquilo que no arma escándalos, que sabe lo que quiere, cómo conseguirlo. Fue feliz hace tres años cuando logró una medalla de bronce en el Europeo de Múnich que ganó Paquillo. Sufrió en silencio el olvido de su año 2003, el del Mundial de París, en blanco por una lesión. Fue feliz de nuevo en Atenas, hace un año, con un quinto puesto, a la sombra de la plata de Paquillo, que le garantizaba una beca un año más. Y cuando se ilusiona más de la cuenta, cuando se le calienta la cabeza y sueña con dar el gran golpe, oye en su interior la voz de su entrenador de toda la vida, José Antonio Carrillo, que le frena, que le enfría. Ante todo mucha calma, le dice. En marcha, más que en nada, hay que ir paso a paso, que esto es una carrera de fondo. Y le envía al bueno de Molina un par de meses a Font Romeu, en el Pirineo catalán, del lado francés, a que se le calmen los ardores en la altura.
Todo lo traduce Molina en sus dos frases favoritas: "hay que ir de más a menos, que da mucha moral adelantar grupos", "hay que actuar con la cabeza fría", que son los dos mandamientos que también querría seguir Paquillo. Todo lo tradujo Molina perfectamente en actuación práctica en sus últimos kilómetros tras la zancada de Rolando Saquipay, el otro ecuatoriano. Saquipay marchaba dando botes, un ratito corriendo, otro andando. Marchaba con dos amonestaciones y Molina sabía que alimentando su ambición, haciéndole creer que podría lograr la tercera medalla, el propio Saquipay cometería el tercer error, el que le descalificaría. Y fue tan frío, tan sabio, Molina, que hasta se frenó un poco, y le dejó a Saquipay, toro encelado en el sueño de una medalla, unos metros de ventaja. Saquipay se echó a correr y la descalificación le llegó fulminante. Molina sólo tuvo que seguir su marcha triunfal, de atrás adelante, en la estela de Paquillo. Y ni siquiera entonces Cabezafría Molina se calentó los cascos, ni siquiera viendo cómo poco a poco Paquillo estaba más cerca, llegó a pensar Molina en algo más que en el bronce. Habría sido excesivo, dos pasos de golpe.
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