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Jüngel, Ratzinger, Habermas

La elección del cardenal Joseph Ratzinger como sucesor de Juan Pablo II ha significado una real novedad en la Iglesia católica, que se añade a la que tuvo lugar en la elección anterior, cuando se rompió la frontera nacional italiana y se eligió a alguien que venía de Polonia, país subyugado por el comunismo en la Europa central, para la cual dicha elección terminó siendo decisiva. La degradación económica y social de la sociedad soviética, a la vez que la negación de órdenes de realidades esencialmente humanos, encontraron en hombres como Karol Wojtyla y Mijaíl Gorbachov los altavoces de unos cambios necesarios y los protagonistas de una revolución pacífica.

Desde el siglo de Lutero no se había sentado en la sede de Pedro alguien de más allá de los Alpes, que pudiera conocer por experiencia personal cuáles eran esas 'afrentas', los "Gravamina deutscher Nation" [agravios a la nación alemana], reclamadas por los alemanes a Roma, y cuyo resentimiento, unido a la necesidad de reforma, dio al movimiento luterano la fundamentación social y la apariencia de legitimidad, que luego usufructuaran políticamente los príncipes. Ratzinger viene del mismo mundo que Lutero, con una historia que ya ha integrado y discernido, a la vez que retenido y superado, lo que la Reforma luterana fue en un sentido y lo que como respuesta fue la Reforma católica en otro sentido.

Quizá el elemento más nuevo consista en que es la primera vez en siglos que llega a la sede de Pedro un teólogo profesional. F. W. Graf, profesor de teología protestante en la Universidad de Múnich, ha escrito en el Frankfurter Allgemeine Zeitung (21-4-2005): "Nunca hasta ahora en la historia del cristianismo moderno ha llegado a la catedra Petri un intelectual y teólogo de semejante brillantez". Alguien que no sólo ha estudiado teología o la ha enseñado, sino que en su entraña personal es teólogo, cuya pasión ha sido la proposición, la promoción y la defensa de la fe católica desde una atalaya de reflexión universitaria, con el horizonte de racionalidad histórica ante los ojos y haciendo de él la medida del propio pensamiento, al proponerse responsabilizar ante el mundo la razonabilidad de la fe, no cómo son racionales la ciencia o incluso la filosofía, sino como una posibilidad advenida a la razón por la oferta de Dios manifestada en la historia.

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En la historia de la Iglesia ha habido papas que fueron grandes guías espirituales. Ha habido papas humanistas y papas canonistas. Como ejemplo de los primeros valga el nombre de Eneas Silvio Piccolimini (1405-1464), como Papa Pío II, cuya pasión por las letras clásicas le llevó a cultivar los más diversos géneros literarios, desde la novela a los tratados pedagógicos. Como asistente al Concilio de Basilea, defendió la supremacía del Concilio sobre el papa. Una vez elegido para la sede de Roma los enemigos le recordaron viejos escritos suyos. Les respondió con la frase clásica: "Rechazad a Eneas; recibid a Pío". Al actual Papa ya ha habido quien le ha leído en alto sus escritos de tiempo conciliar, contraponiéndolos a recientes deci-siones, ¿o quizá para prevenirle contra otras futuras?

Junto a los papas humanistas tendríamos que enumerar los papas canonistas. No pocos de ellos habían estudiado, incluso habían sido profesores o rectores de las universidades de Bolonia, Padua, París, durante los siglos en los que el pensamiento en la Iglesia lo establecían los dos órganos pensantes: el Papa con su Curia en Roma y las Universidades de Bolonia, París, Oxford, Salamanca. El oficio propio de los obispos era el ministerium, y el de los canonistas y teólogos, el magisterium. A ellos correspondían las dos cátedras: la episcopalis y la magisterialis. Un nombre símbolo en la Edad Media podía ser Inocencio III (1160-1216), y en la Edad Moderna, Benedicto XIV (1675-1758). De éste se ha dicho que ha sido el papa más culto de la época reciente.

Junto a ellos ha habido otras figuras pontificias que han sido decisivas en el orden del pensamiento, bien por la aportación personal que ellos hicieran a la teología, pero sobre todo por la organización de los estudios teológicos en la Iglesia, o por las realizaciones que les tocó llevar a cabo después de un Concilio. Así, por ejemplo, San Pío V (1504-1572), que en los seis años de su pontificado (7/1/1566-1/5/1572) tuvo que asumir y consumar las reformas propuestas por el Concilio de Trento, editando el Catecismo romano (1566), el Breviario romano (1568) y el Misal romano (1570). Estas obras se convirtieron en los carriles por los que avanzó toda la vida espiritual de la Iglesia hasta la segunda mitad del siglo XX, en que Pablo VI hizo las reformas equivalentes para el Misal y el Breviario, y su sucesor, Juan Pablo II, con el nuevo Catecismo de la Iglesia católica (1993), precedido por el nuevo Código de Derecho Canónico (1983).

En este mismo orden podríamos señalar a un papa del siglo XX que ha sido importante en el orden teológico, no tanto ni primordialmente por la creación intelectual propia cuanto por las decisiones respecto al lugar de la teología y de las facultades respectivas en la Iglesia: Pío XI (1857-1939). Antes había sido profesor en Milán y luego prefecto de la Biblioteca Vaticana, después de haberlo sido en la Ambrosiana de Milán. Con él comenzaron las encíclicas pontificias a tener un relieve especial y una significación doctrinal más intensa. En ellas se enfrentó directamente con el fascismo (1931: Non abbiamo bisogno. Musolini), el nazismo (1937: Mit brennender Sorge. Hitler) y el comunismo (1937: Divini Redemptoris. Stalin). Pero sobre todo fue decisiva la Constitución Apostólica Deus scientiarum Dominus (1931), que regulaba las exigencias académicas de las facultades de teología. Tan profunda era la renovación exigida y tales las condiciones establecidas, que en España sólo sobrevivió a esa norma la Universidad Pontificia de Comillas.

Ratzinger viene de una doble procedencia. A los 25 años en la Curia romana le había precedido la formación que determinó su vida hasta los cincuenta. Ésta es la propia de la facultad de teología católica situada en el corazón de la única universidad alemana, con el resto de facultades alrededor, y la de teología protestante al lado. Esto significa que la dimensión racional y ecuménica de su pensamiento no es algo adveniente a su teología, sino constituyente desde su mismo origen. La teología católica ha crecido en el siglo XX bajo la mirada del ilustrado, bajo la mirada del protestante, bajo la mirada del exégeta crítico, bajo la mirada del filósofo clásico que en los tiempos recientes fue capturado por el marxismo como gran propuesta que pretendía unir en sí misma tres ideales: materialismo científico, condición mesiánica en la línea de los profetas de Israel, propuesta político-revolucionaria. Esa suma de ciencia, profecía y revolución confirió a la propuesta marxista tal capacidad de seducción, que fue necesario el hundimiento del régimen soviético, con el descubrimiento de todos los horrores vividos por los países socialistas, para que la Universidad de Europa occidental, y los llamados intelectuales, reconocieran los abismos de inhumanidad que esa propuesta había llevado consigo. Todavía hoy sigue latente para algunos la esperanza de que tal revolución sea posible y aún no se ha hecho una relectura crítica de cómo nuestra historia y cultura occidental pudieron quedar presas de tal fascinación durante más de medio siglo. Sartre es el símbolo más sorprendente de esta complicidad.

Para el pensamiento de Ratzinger han sido decisivos tres trasfondos inmediatos: los movimientos de renovación católica que culminan en el Concilio Vaticano II; el contexto exegético y ecuménico que imprimen su sello a las facultades de teología en Alemania; la crisis cultural, moral y religiosa que el marxismo introduce en Occidente y en la Iglesia al socaire de los ideales proféticos del Concilio Vaticano II, conmocionando los fundamentos de la existencia cristiana en los dos decenios siguientes. Las elecciones de Juan Pablo II y de Benedicto XVI hay que entenderlas sobre esos trasfondos.

El hecho de que por primera vez haya un papa que es teólogo profesional, de procedencia estrictamente universitaria, ha sido puesto de relieve desde el mundo protestante y desde la filosofía. En su día, W. Pannenberg mostró su tristeza cuando Ratzinger fue nombrado prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe: "Él era el teólogo", dijo, "con quien yo hubiera querido pensar el evangelio, reflexionando sobre la cercanía y diferencia en nuestra comprensión del cristianismo". Tras su elección como Benedicto XVI, E. Jüngel, quizá el máximo teólogo protestante actual, subraya la novedad y significación de que haya en la sede de Pedro un teólogo de rango, que frente al Zeitgeist [Espíritu de la época] no cede a la adoptación fácil ni a un retraimiento aislador de la conciencia histórica; que además presenta el cristianismo ante todo como verdad; como luz dada por Dios al hombre desde dentro de nuestra historia, en la cual éste con su razón descubre la última verdad de su existencia y el último sentido de lo real. No sólo lo presenta en esta dimensión, sino que como tal lo ha ido proponiendo y defendiendo ante las propuestas humanizadoras o salvíficas de las ideologías, de las culturas y de las religiones.

Estos teólogos protestantes concuerdan con filósofos como Habermas, D'Arcais y otros muchos en que no merece la pena discutir sobre religión, cristianismo e Iglesia con los representantes de un pensamiento teológico débil o acomplejado, sino que hay que hacerlo con aquellos que lúcidamente mantienen el núcleo duro y específico de la fe con real pretensión de racionalidad, que creen en él y están dispuestos a proponer su verdad a la altura de la conciencia histórica y en diálogo con el pensamiento contemporáneo. Para otros juegos más ale-gres ya están hoy la estética, la política y, como última gran oferta, la ecología o, en la cercanía de la magia, los nuevos movimientos gnósticos.

Olegario González de Cardedal es catadrático de la Universidad Pontificia de Salamanca.

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