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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

El hombre que leía a Gil de Biedma

El miércoles cojo a los niños, los meto en el coche y me voy a la playa. Me dicen que tengo más moral que el alcoyano, con lo fresco que se está en la montaña, pero la moral es algo que pocas veces pierdo. Además, siguen diciéndome, se necesita humor para desplazarse tan lejos, total, por media hora de espectáculo. Quizás tengan razón, pero el ser humano es capaz de hacer mucho más por mucho menos, todo depende de la intensidad de lo que se viva. Así que a las seis de la tarde me veo serpenteando el coche por el collado de Alforja, rumbo a Tarragona. Sólo cuando el mareo de mi hija me revuelve las tripas pienso que verdaderamente estaría mejor bajo un pino, terminando la novela que me lleva enfrascada estos últimos días y que me devuelve la fe en la lectura, tras infructuosos intentos en que no he pasado de la página cinco.

Concurso de fuegos artificiales en Tarragona. Las familias comen y beben mientras esperan que empiece el espectáculo. Algunos leen

Lo que me lleva a esta locura son unos fuegos artificiales que se celebran cada año por estas fechas en la playa de Tarragona. Ésta es la decimosexta edición. Se presentan cinco empresas de diferentes países, y el ganador, además de agenciarse 8.000 euros, tiene el privilegio de organizar el siguiente festival pirotécnico de las fiestas de Santa Tecla, patrona de la ciudad. Decenas de miles de personas se concentran en las playas cercanas a Tarragona dispuestas no sólo a ver un espectáculo de luz, sino a pasar una velada a lo grande. Grupos de amigos y familias enteras vienen cargados con mesas, sillas, tumbonas, taburetes y lo que haga falta para montar un comedor improvisado. La nevera portátil con la sandía y el vino, las fiambreras con las más diversas ensaladas, los muslos de pollo, las tortillas de patatas, el pastel, el termo del café, las galletas para acompañarlo. Lo que ocurre estas cinco noches en las playas de Tarragona sobrepasa el simple espectáculo del cielo: la gente se convierte en una gran familia, sentada en un solo comedor, o, si quieren, en un inmenso restaurante al aire libre. Hay muchas ganas de pasarlo bien y se nota, aunque cuando todo termina uno ha de recoger los bártulos, intentar dejar la playa limpia y hacer cola para salir del fantástico embotellamiento de gente y de coches que se organiza después. Pero a las siete de la tarde, cuando yo ponía los pies en la playa, todas esas pegas quedaban aún lejos.

La ventaja de llegar tan pronto es que puedes escoger un buen sitio, apartado de las masas que pocas horas después invadirán la playa. Ya sé que yo también seré masa, pero cuanto más esponjada, mejor. Mis hijos se echan al agua y yo retomo con fervor ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, del escritor americano Philip K. Dick. Me dirán que ese título no invita mucho a la lectura. En realidad es una traducción literal y se supone que al autor le pareció un título perfecto. Si el título no les dice nada les contaré que esta novela inspiró el guión de la película Blade Runner.

Digo inspiró porque poco tiene que ver una cosa con la otra. En el libro, el protagonista no es un superhéroe que se queda con la chica, sino un pobre desgraciado, segundón en el oficio de cazar replicantes, casado con una histérica y obsesionado en conseguir un animal doméstico de verdad, no la oveja eléctrica que tiene él pastando en el terrado de su casa. Es una maravilla de novela, capaz de hacerte levantar a medianoche para proseguir el relato. Es emocionante y emotiva, algo que no se encuentra siempre.

Así estoy, devorando las últimas páginas del libro, cuando, en un momento en que levanto los ojos para cerciorarme de que mis hijos no se han ahogado, me doy cuenta de que un hombre está a mi lado, más o menos en las mismas condiciones que yo: se ha tumbado en la arena, tiene un niño saltando las olas y lee un libro. Me lo miro de reojo, pero sé que soy muy poco disimulada y me da miedo que piense lo que no es. En realidad me gustaría saber qué está leyendo, pero los seres humanos somos idiotas, llenos de prejuicios, y nos tragamos las ganas y seguimos viviendo en un caparazón. Así que no muestro afán de entablar ningún tipo de diálogo y hago ver que leo. Al cabo de tres minutos mis hijos juegan con el niño y yo sigo pensando en la absurdidad de las relaciones humanas (adultas). Pasa el tiempo. El hombre sigue con los ojos clavados en el libro, yo me voy a jugar con los niños y es entonces cuando nos mira. Regreso a la toalla. Sigue leyendo. O quizás no, quizás se pregunte qué estaré leyendo yo. El sol ha desaparecido y el aire se vuelve de un color dorado. Empieza a llegar la gente cargada como si se fuera de viaje. Veo a mis amigos que se acercan en las mismas condiciones y los saludo de lejos. En ese momento el hombre se levanta para llamar a su hijo. No puedo resistir la tentación y, con la excusa de saludar a la gente, me acerco a su toalla. ¡Vaya, hombre!, exclamo para mis adentros: Las personas del verbo, uno de mis libros de cabecera, que leo y releo cuando estoy un poco tonta y tengo ganas de llorar. El hombre no participará de la fiesta de los fuegos. Lo podía intuir. Lo veo alejarse por la orilla con su hijo al lado. Mis amigos montan el festín. Será una orgía culinaria, como siempre. A las diez y media todos miramos hacia el mismo punto. Después quedará el calvario de regresar. A media noche mi coche atraviesa los bosques de Prades. Los niños duermen. De repente se me cruza un zorro por la carretera y pienso en los animales eléctricos y en los replicantes y sus ganas de vivir.

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