El gigante y la bella
El Festival de Verbier empezaba el sábado dos de sus grandes apuestas de este año. Por una parte, seguir en la idea de convertirse en un bastión de la música de cámara, rizando el rizo en su deseo de reunir a nombres que parecía imposible poder ver juntos. Por ejemplo, el martes próximo unas cuantas canciones de Schubert por Thomas Quasthoff acompañado por... Evgeni Kissin. O el sábado la suma de unas cuantas cuerdas de excepción -Rachlin, Kavakos, Znaider, Sitkovetski, Jansen, Harrell, Bashmet, con Bashkirova al piano- para un programa de rarezas con obras de Dvorák, Blacher y Shostakovich. La otra apuesta es la integral de las sonatas para piano de Beethoven a cargo de Garrick Ohlsson.
Un empeño que no está al alcance de quien quiere sino de quien puede. Y no pueden tantos. No sólo hace falta tocar todas las notas sino poseer una memoria de elefante, un físico resistente y una capacidad especial para no caer en la mecánica o en la monotonía a la hora de traducir un corpus en cuya multiplicidad está parte de su grandeza. El pianista americano -excelente elección la del Festival- ha empezado su aventura -que proseguirá en siete sesiones más- de manera admirable, con un programa que distribuía muy bien distintos afanes del autor: la hondura temprana de la Cuarta, la energía titánica de la Appassionata, la facilidad de la 19 y la originalidad visionaria de la 28. No estaba mal para empezar.
Criterio maduro
Ohlsson es uno de esos pianistas valorados por el buen degustador, de carrera ajena a gangas, modesto en el mejor sentido de la palabra, pero que a la hora de la verdad revela lo que lleva dentro con esa autoridad incuestionable a la que, al menos como apariencia, no dejan de contribuir sus casi dos metros de estatura. Su Beethoven es imperioso, rotundo a veces, muy contrastado en general, clarísimo siempre en su línea y en su textura. No creo que haya muchos hoy con un concepto tan amplio, tan libre y tan bien asentado en el aspecto técnico. Una sorpresa para quien tuviera olvidado un nombre de primera.
Por la mañana, en la misma iglesia de sonoridad difícil para el piano, la violinista danesa Janine Jansen convenció a quienes creyeran, a la vista de las portadas de sus discos, que se trata de un producto del marketing. Es verdad que sale en ellas un poquito así, pero bien podría decir, como alguna heroína zarzuelera, que ella no tiene la culpa de ser tan guapa. Bueno. La verdad del cuento es que toca como los ángeles y que luce un criterio bien maduro, como lo prueba el programa elegido: Schubert, Messiaen y la olvidada sonata de Richard Strauss. Sensacional de verdad. Sonido carnoso y hondo a la vez y una musicalidad sin tacha. De la seriedad de la señorita Jansen da idea la propina elegida: las Danzas populares rumanas de Bela Bartók, lo mejor de la sesión para colmo. La acompañó Itamar Golan, cada día más experto en estas lides, y que se las tuvo tiesas a la pobre pasapáginas, ese oficio ingrato.
Babelia
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