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IDA y VUELTA
Columna
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Crisol y los gusanos

Domingo pasado acudí a la librería Crisol de la Rambla Cataluña. Estaba cerrada. Para siempre. Por cese en la actividad. Llevo años cumpliendo con el ritual de visitar una de las pocas librerías abiertas en domingo y comprar lo que sea para contribuir al mantenimiento de una industria que sigue inmersa en una profundísima crisis sin que nadie parezca muy interesado en tomar medidas urgentes. Creo que no abrirán otro local con horarios parecidos, así que sólo me queda constatar que, hasta nueva orden, la librería dominical se suma a la larga lista de fracasos de esta ciudad tan moderna y cosmopolita. Sin ánimo nostálgico, intento recordar cuántos libros habré comprado en Crisol: cientos. Cuando se cierra un cine, se suelen activar los mecanismos sentimentales de la memoria. En este caso, más que nostalgia uno siente decepción. No era, por supuesto, una librería extraordinaria, ni siquiera modélica, pero tenía la gran virtud de abrir el domingo desde las nueve de la mañana. Allí nos encontrábamos los solitarios o los insomnes, puntuales, hojeando y ojeando libros con todo el espacio a nuestra disposición. Los empleados, que con su uniforme amarillo nos miraban con cara de preguntarse qué demonios se nos había perdido tan temprano, nunca dejaron de preguntar: "¿Tiene tarjeta Crisol?"

Sufriendo el lógico síndrome de abstinencia, me metí en el quiosco de la esquina y compré uno de los pocos libros atractivos del limitado expositor: Bajo el volcán, de Malcom Lowry. Nada que ver con las novedades que, puntualmente, llegaban a las mesas de Crisol, porque nunca será lo mismo un quiosco con un metro de librería que una librería con un metro de quiosco. La finalidad de la compra no era la lectura sino saciar el apetito consumista, uno de los pilares de esta industria. Para que las editoriales funcionen, los lectores tenemos que comprar no sólo los libros que pensamos leer sino también aquellos que, sabiéndolo o no, no leeremos nunca. Bajo el volcán pertenece a la categoría de libro que compré y no leí en su momento, que perdí en alguna mudanza y que ahora vuelvo a comprar con la promesa de leerlo y la sospecha de que no lo haré. Es una situación lowryana, ya que, según su biógrafo Douglas Day, Lowry bebía para no escribir, buscaba la sobriedad para escribir y, llegado a este punto, bebía de nuevo para no escribir. De algún modo, el mecanismo se repite: compro la novela de Lowry para no leerla, quiero tenerla para poderla leer si se produjeran las circunstancias adecuadas y, llegado a este punto, la pierdo en una mudanza para no tener que leerla y poder volver a comprarla. Con el libro en la mano, no consigo quitarme de la cabeza que Crisol haya cerrado y me pregunto con qué clase de actividad deficitaria sustituiré los minutos que, cada domingo, dedicaba a visitar la librería. Podría dedicarme a beber mezcal de gusano con el entusiasmo con el que lo hacían Lowry y sus personajes, aunque, según los expertos, es una bebida peligrosa. En su libro Galería de borrachos, Eduardo Chamorro, inteligente alcohólogo, describe así sus fulminantes efectos: "como un aldabonazo en la base del esfenoides. Uno se siente proyectado hacia las estrellas y con los sesos como flotando en la apacible negrura del universo. La resaca es de cuarenta y ocho horas". De ser eso cierto, se entiende que Lowry escribiera poco y que prefiriera volar virtualmente por la apacible negrura del universo a escribir libros alucinados que, por lo menos en Crisol, ya no podrán venderse más.

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