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Reportaje:APROXIMACIONES

El dilema de elegir

Al día siguiente de que se anunciara la lista de seleccionados por el jurado para el Premio Man Booker de ficción internacional, hablaba por teléfono con un amigo en Irán cuando, de pronto, interrumpió mis elogios extasiados del maravilloso escritor español Javier Marías para decirme: "¡No lo tenías en tu lista!" Se produjo un incómodo silencio, y continuó: "Hablando del premio, quería preguntarte, ¿por qué no está Rushdie?". Bueno, ya que estamos, quería responderle, no nos quedemos en Rushdie, hay toda una lista que abarca prácticamente todas las letras del abecedario, y muchas de forma repetida: A de Achebe y Amis, B de Barnes, C de Coetzee, G de Gallant, H de Handke, L de Lobo Antunes, N de Naipaul, I de Ishiguro, M de Munroe, O de Oz, T de Tournier, V de Vargas Llosa... y, por supuesto, R de Rushdie. En cambio, intenté despertar su simpatía contándole lo penoso que resultaba el proceso para los jueces, que inicialmente había una lista de unos 200 escritores de 43 países y que John Carey, Alberto Manguel y yo debíamos reducirla a 15 seleccionados. Al final, fueron 18 autores de 12 países, y después nos quedaba otra tarea tan ilógica como la anterior, la de elegir un ganador. Hice una pausa, en espera de algún comentario de aprobación; no hubo ninguno, y con razón.

Al final la pregunta sigue vigente ¿qué pasa con Salman Rushdie y otros escritores que no figuran en nuestra lista?
¿Qué escritores eran más universales? ¿Hasta qué punto sus vidas o sus temas decidían el valor literario de sus obras?

En una reunión celebrada en abril en la Universidad de Georgetown, en la que se anunció nuestra lista de finalistas, John Carey comparó el premio literario con la mentira "noble" y necesaria de Platón; y Alberto Manguel dio con su equivalente en la ceremonia de concesión de galardones de Alicia en el país de las maravillas. En cuanto a mí, siempre dispuesta a regodearme en una dramática sensación de culpa, me quedé con una metáfora sangrienta que nos pareció perversamente esclarecedora en una sesión especialmente difícil: nuestro trabajo consistía en sacrificar de forma más o menos aleatoria a algunos de nuestros amigos más queridos y brillantes. Mi amigo iraní representaba a todos los lectores que preguntarían, o deberían preguntar, por qué participaba yo en este proceso.

Había aceptado la invitación

por todo tipo de razones, pero el motivo fundamental era quizá la curiosidad, servida bajo distintos nombres. Me tentaba la oportunidad de leer a escritores a los que debería haber leído, o quería releer o habría querido leer. También me seducía la idea de compartir la experiencia con dos lectores (y escritores) tan experimentados e inteligentes. Ahora bien, seguramente lo que más me intrigaba era la idea de sentarme a juzgar cosas que, en virtud de alguna poderosa definición, representan absolutos y, como tales, permiten juzgar a otros, pero en su caso están por encima de cualquier juicio. Como profesora y crítica, por supuesto, había diseccionado, elogiado y descartado textos de distintas clases y categorías. Había evaluado (y había sido evaluada), pero nunca como juez, ni mucho menos como miembro de un jurado con todos sus conocidos principios y procedimientos, las preferencias particulares iniciales y lo imprevisible de las reflexiones y las emociones, los choques, las reconciliaciones y los saltos de fe que caracterizan el proceso en un campo tan anárquico como éste.

Empecé menos preocupada por las elecciones de mis colegas que por cómo iba a decidir entre mis favoritos. ¿Cómo iba a escoger, por ejemplo, entre Saul Bellow, Muriel Spark y Mavis Gallant? La muerte de Saul Bellow poco después de que se anunciara la lista de seleccionados sirvió para dejar aún más claro que nuestro proyecto era imposible. No sé cuánto le interesaba. El hecho de que hubiera obtenido ya el máximo precio a toda una trayectoria, el Premio Nobel, no era más que un parco consuelo para una admiradora tan devota como yo. Incluso con él fallecido, seguí releyendo y revalorizando su obra como si todavía hubiera alguna posibilidad de que pudiera ser el ganador. Me preguntaba si podía justificar haber elegido a Margaret Atwood mencionando, por ejemplo, el árbol de The Blind Assassin que me había llevado a leer y releer con entusiasmo todos sus libros. ¿Y qué decir del océano de Stanislaw Lem en Solaris, que tenía la misma cualidad de reflejo y de pátina que la "irrealidad" de mi vida en la República Islámica de Irán durante los años ochenta? Cualquiera de estos u otros autores de nuestra lista inicial podrían haber obtenido el Premio Booker tradicional por alguno de sus libros, en cualquier año. Pero teníamos que escoger entre los que nos habían presentado, en concreto los que estaban disponibles en inglés. Es decir, no sólo teníamos que comparar manzanas con naranjas, sino sumarlas como fuera y contrastarlas a lo largo de las etapas de una vida.

Para cada uno de nosotros, los ausentes de nuestra "lista" se convirtieron en algo tan importante y significativo como los presentes. Dedicamos el mismo tiempo a hablar de ellos, a leer y releer sus obras y dudar de nuestras decisiones en vista de sus méritos. Si no hubiéramos sido conscientes de la importancia que tenían las ausencias, el valor de los presentes habría disminuido. En esta historia, el espíritu del sacrificado nos perseguía mediante una clara conspiración con los vivos.

Lo más agradable fue el descubrimiento de obras de autores a los que no conocía, como Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi, o Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez. También estaban los autores de los que me había olvidado o a los que no había tomado en serio. De joven había topado con el asombroso El general del ejército muerto, de Ismail Kadaré. Más tarde, cuando leí algunas otras obras suyas, pensé que eran más fábulas que novelas. Si ahora he podido realizar el maravilloso descubrimiento de sus mejores trabajos es gracias a la persistencia y las recomendaciones de mis colegas del jurado. Aunque sólo fuera por esos hallazgos, merecía la pena pasar las angustias y las dudas que me supuso tener que tomar decisiones.

La pregunta más importante

para nosotros, y el criterio definitivo a la hora de juzgar, era si estos autores habían logrado transformar sus experiencias particulares en temas universales. Una vez que nos pusimos de acuerdo en este punto, empezamos a ver la dificultad de aplicar el criterio a obras concretas. ¿Qué escritores eran más universales? ¿Hasta qué punto sus experiencias vitales o los temas que escogían decidían el valor literario de sus obras? Por ejemplo, ¿los autores que habían vivido grandes acontecimientos históricos y escribían sobre ellos tenían más mérito que los que habían transcurrido sus vidas en una paz relativa y en países democráticos o los que escribían sobre sucesos "cotidianos"? ¿Existían los sucesos "cotidianos" en el mundo de la ficción?

A medida que leía un libro de

-trás de otro, veía cada vez con más claridad que lo que más importaba no era el tema, sino la forma dada al tema, la capacidad de involucrar al lector y situarle dentro de la experiencia ficticia. En algunos casos, los novelistas que escribían sobre personas con una vida "corriente" nos sorprendían tanto o más que aquellos centrados en grandes acontecimientos históricos o sociales, porque reconocíamos en ellos hasta qué punto somos nosotros, los simples mortales "normales y corrientes" con una vida "normal y corriente", capaces de llevar a cabo actos de brutalidad o compasión extremas. Óscar, el enano fantástico de la obra maestra de Günter Grass, El tambor de hojalata, no era más representativo de la tragedia incomprensible de la existencia y la crueldad humanas que el escandaloso Sabbath en la novela de Phillip Roth Sabbath's Theatre. Sabbath, con sus ojos verdes, bajito y moreno, se dejaba caer sobre el lector confiado como un gnomo y liberaba su ira descontrolada contra un mundo perplejo.

Estas reflexiones no resolvían nuestros dilemas, pero nos recordaban que lo fundamental para la salud y la supervivencia de un proceso de este tipo no es el premio en sí, sino el debate y la controversia que engendra. También teníamos que estar agradecidos porque, como jueces literarios, a diferencia de algunos dirigentes políticos, no éramos Dios ni sus representantes sino unos simples mortales capaces de errar, dispuestos a dudar y a que dudaran de nosotros. Así, ahora, es más fácil pedir perdón si nos equivocamos en nuestras opiniones; no tenemos necesidad de estar absolutamente seguros y mantenernos en nuestros trece. Podemos defender la calidad de los autores que escogimos, lamentar la ausencia de los que cada uno prefería y no estaban en la lista y aceptar que tanto los presentes como los ausentes tenían una calidad equiparable. Los lectores, otros lectores, los que poseen sus propias listas, hablarán sobre los méritos de quienes no estaban en nuestra lista y, de esa forma, habrá un debate general sobre algunos de los textos más maravillosos de nuestra época, que servirá para desmentir la creencia de que no existen novelas excelentes en la actualidad.

Y ese debate es hoy más nece

sario que nunca. En un mundo dominado por las polarizaciones políticas, en el que el auténtico respeto a la imaginación y a otras culturas queda reducido a meras palabras que repiten los políticos y los politólogos, en el que corremos peligro inminente de sufrir lo que Saul Bellow acertadamente llamó "la atrofia del sentimiento", es importante reivindicar un espacio independiente para la ficción y reafirmar su importancia, no ya para dar vitalidad a nuestra existencia, sino simplemente para sobrevivir. Este premio, en concreto, debería llamar de nuevo nuestra atención sobre el hecho de que en la ficción está la universalidad que sólo pueden garantizar la originalidad y la singularidad de un escritor. Estos libros deben obligarnos a reconocer que la diferencia y la singularidad de cada cultura sólo tienen confirmación si pueden convertirse en universales, y que la única forma genuina de celebrar la diferencia es aceptar un punto de encuentro común.

También existe la esperanza de que un premio como éste pueda producir resultados pragmáticos. Tal vez, incluso podríamos mostrar a los editores la demanda y el deseo de leer ficción, una ficción de calidad, y recordar a ellos y a nosotros mismos que la novela no sólo no está muerta sino que goza de buena salud y florece en los cuatro puntos cardinales. Quizá podríamos desencadenar una vena activista en los lectores, hacerles ver la importancia de que defiendan su derecho a la calidad y confiar en que se ofendan cuando los editores les culpen a ellos de la mala calidad de sus libros y el abandono del pensamiento y la imaginación. Y, en este contexto, podríamos recordarles que es inexcusable que haya tantas grandes obras sin traducir o descatalogadas.

Al final, la pregunta sigue vigente: ¿qué pasa con Rushdie y otros que no figuraron en nuestra lista escogida? Podría haberle dicho a mi amigo que se acordara de que a Rushdie se le elogia por su irreverencia, no porque sea irreverente con ninguna religión, escuela de pensamiento o tendencia política, sino porque sus mejores obras de ficción son un ataque y una invasión del propio lenguaje que emplea la ficción. Reconoce e incluso exalta el espíritu de contradicción, lo escandalosamente absurdo, la risa pantagruélica, la sutil ironía y el carácter juguetón de la ficción. Tengo la sensación de que Rushdie sabría valorar lo absurdo y paradójico de nuestra situación, además de nuestra pasión por el acto de leer.

No sé si esa respuesta habría satisfecho a mi amigo, pero, mientras escribo, no puedo quitarme de la cabeza otra pregunta: un entrevistador que, asombrado por la audacia de los jueces al pensar que podíamos elegir entre los 18 finalistas, quiso saber: ¿en el caso de que no le escogiéramos, cómo íbamos a explicar a Philip Roth, por ejemplo, que no era el ganador?

Salman Rushdie.
Salman Rushdie.RICARDO GUTIÉRREZ

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