Las nuevas armas nucleares y el futuro de la humanidad
La Conferencia de las Naciones Unidas para la Revisión del Tratado de No Proliferación Nuclear se ha clausurado en Nueva York el pasado mes de mayo bajo el signo de una esperada decepción. Los medios globales de comunicación han guardado, por lo demás, un cauteloso silencio sobre los significados de la muerte de este tratado que debía regular el desmantelamiento de las cabezas atómicas activas existentes, la prohibición global de investigaciones y experimentos conducentes a incrementar el potencial destructivo nuclear no de una u otra, sino de todas las naciones, y la interrupción de los tráficos estatales o paraestatales de los componentes materiales y técnicos de la guerra nuclear avanzada. Tampoco han considerado esos medios lo que puede significar la criminalización y eliminación de aquel espíritu civil de resistencia que el genocidio nuclear de Hiroshima y Nagasaki despertó a lo largo de las manifestaciones pacifistas que se han sucedido en el mundo hasta 2001. Y una constelación de crecientes tensiones políticas globales coronadas por nuevas generaciones de armas y estrategias de guerra nuclear.
Durante las negociaciones de "no-proliferación", los grandes titulares de la prensa y la televisión globales los han monopolizado, como era de esperar, las agresivas consignas de la Administración norteamericana contra las tentativas de soberanía nuclear de Corea del Norte e Irán (que la invasión de Afganistán y las dos sucesivas guerras contra Irak han justificado con contundentes argumentos). Y bajo los fuegos cruzados de halcones americanos, comunistas coreanos y chiíes iraníes se ha enmudecido confortablemente el conflicto fundamental que genera la escalada nuclear: el conflicto político y económico entre las cinco superpotencias nucleares y la gran mayoría de Estados no-nucleares. Allí donde estos últimos exigen un desarme total, los superpoderes atómicos responden con nuevas tecnologías, estrategias y tests de efectos contaminantes globales.
En los últimos años, la Administración norteamericana ha formulado repetidas veces la necesidad de revisar los medios y fines de la guerra nuclear del siglo XXI. Sus 8.000 cabezas activas son en gran parte una herencia obsoleta de la guerra fría. Deben reducirse a 2.000 para el año 2012. Pero, lejos de señalar un progreso en el camino de una seguridad y equilibrio mundiales entre las naciones y los pueblos, esta reducción de ojivas abre las puertas a una situación más alarmante todavía. Lo que se pretende desarticular no es la amenaza del holocausto nuclear, sino sus superadas tecnologías. Inglaterra, Rusia y Francia han coreado la misma canción.
Las metáforas que la jerga tecno-industrial-militar del Pentágono utiliza para documentar este proyecto modernizador son elocuentes por sí mismas: "entirely new types of nuclear warheads" [tipos enteramente nuevos de ojivas nucleares], "bunker-buster warheads" [ojivas revientabúnkeres], "low-yield, precision-guided nuclear weapons" [armas nucleares de precisión y baja potencia], "usable nuclear weapons" [armas nucleares utilizables], "earth penetrating weapons..." [armas que penetran bajo tierra]. La visión histórica que subyace a estas definiciones es brutalmente elemental. Ya no existe una lógica binaria que legitime el principio de destrucción mutua total entre superpotencias contrincantes. Las nuevas soberanías nucleares se extienden a lo ancho de territorios aleatorios de fronteras indefinidas, sus sujetos son política e ideológicamente móviles, sus tácticas se han vuelto aleatorias. Las nuevas armas tienen que ser, por este mismo motivo, a la vez más flexibles y específicas. Sus efectos letales deben minimizar su visibilidad mediática.
Una ulterior ventaja de las revisadas estrategias es la eliminación de escenarios catastróficos de guerras totales con saldos de centenares de miles o incluso millones de víctimas. Los nuevos objetivos nucleares no son ciudades, sino búnkeres e instalaciones industriales. Las nuevas microcabezas nucleares poseen 1/13 parte de la fuerza devastadora de la primera bomba A. Sus explosiones configuran cráteres del tamaño limitado del Ground Zero de Manhattan, no de la extensión espectacular de los Ground Zero de Hiroshima y Nagasaki. Por todo lo demás, estas nuevas tecnologías nucleares están clasificadas estratégica y jurídicamente como convencionales, porque sus objetivos son dispositivos militares y se han legitimado en el Senado de los Estados Unidos como armas de efectos radiactivos controlados.
Seguirán siendo armas de destrucción masiva que dejarán por todo legado una contaminación indefinida. Pero no será posible contabilizar sus víctimas. Sus consecuencias materiales tampoco son espectaculares. Y la ya fragmentada resistencia intelectual y civil a la guerra nuclear quedará aún más debilitada con ello.
El Informe del Departamento de Defensa al Congreso de los Estados Unidos "Nuclear Posture Review", de enero de 2002, definió implícitamente un nuevo tipo de guerra nuclear. Los cientos de toneladas de misiles de alta precisión con uranio empobrecido que se han lanzado en Irak, los Balcanes y Afganistán son solamente un anticipo de los futuros campos de batalla. El uranio empobrecido es un residuo tóxico de la industria nuclear utilizado como metal denso de alta capacidad de penetración en búnkeres, instalaciones industriales y vehículos acorazados. Pero su vida radiactiva es indefinida y su oxidación genera un polvo microscópico que se disemina en la atmósfera y cuya inhalación provoca el cáncer pulmonar y la leucemia. Cientos de miles, principalmente niños, han muerto en aquellas regiones como consecuencia de estas bombas nucleares sucias, de acuerdo con informes forenses de las Naciones Unidas.
Bombas nucleares sucias, armas nucleares híbridas, estrategias nucleares mixtas, y el silencio civil e intelectual: éste es el balance de la última conferencia de las Naciones Unidas que exhibe las palabras "Non-proliferation" en su bandera. Su esperado fracaso ha significado una victoria para las posiciones globales más beligerantes: las de Corea del Norte y Washington. También ha puesto de manifiesto la ausencia de una voluntad civil e intelectualmente lo suficientemente articulada para poder hacer frente a la carrera científica, técnica, industrial y militar hacia la extinción de la humanidad.
Eduardo Subirats es profesor de filosofía, estética y literatura; actualmente enseña en la Universidad de Nueva York.
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