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Columna
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Guerra de túneles

Y ahora Londres. La gira mundial del terror sigue pasando por nuestras ciudades favoritas. Pero Londres sigue en pie, como seguimos nosotros. La sociedad del bienestar, nuestro mundo, tiene miedo, sí, pero no tiembla. Quienes creen que es posible poner de rodillas a un gigante con memoria se equivocan. Occidente también conoce el terror y la muerte y el hambre y la pena. Nada nos es nuevo. Conocemos todo el dolor que hemos causado y el que nos han causado, y hasta las puñaladas que nos hemos dado nosotros mismos, entre hermanos. Llevamos las cuentas de nuestra historia y no soñamos con la absolución, ni aceptaremos fácilmente la condena. ¿La condena de quién? ¿Qué jueces son éstos? También nos hacemos estas preguntas, entre muchas otras.

Hace ya unos cuantos veranos visité en Vietnam los túneles de Cu Chi. Una red infinita de túneles, excavados los unos bajo los otros, cada vez más pequeños, más angostos, cada vez más profundos. Un trabajo concienzudo y un método perfecto para desorientar al enemigo, obligándole a luchar contra un ejército invisible. La estrategia, claro, la había aplicado ya Mao, con excelentes resultados. También en esta guerra luchamos contra un enemigo invisible y subterráneo. Hay, no obstante, una diferencia fundamental (más allá de la muy distinta naturaleza de tan dispares conflictos bélicos), y reside en que estos túneles los hemos cavado nosotros. Por esa razón va a resultar muy difícil, por no decir imposible, bloquearlos. Estos túneles son los nervios de nuestro sistema, y están construidos para la libre circulación de nosotros mismos y para la libre circulación de nuestras ideas. También son los músculos que soportan nuestra fuerza y, en gran medida, nuestra resistencia. Seguridad y libertad parecen otra vez opciones enfrentadas. Y sin embargo no podemos renunciar ni a lo uno ni a lo otro. Sí parece posible elevar el nivel de exigencia e indagar en el grado de responsabilidad de las comunidades en las que el odio ha ido fermentando, siempre que al mismo tiempo extendamos también el grado de conocimiento y comprensión sobre las mismas. No todo interés tiene que convertirse en sospecha. Es un viaje peligroso por una línea muy delgada, la misma que separa la preocupación de la paranoia, o el rigor del fascismo. No se puede ignorar tampoco el dolor que el terrorismo está causando en el seno de esas comunidades. El dolor de los padres musulmanes y europeos, que desayunan un buen día con la fotografía de un asesino, que es su hijo, en la portada del periódico. Todas estas cuestiones se debaten en el corazón y la cabeza de Occidente. Habrá quien piense que estas reflexiones son precisamente el talón de Aquiles de nuestra defensa, pero es muy posible que sea justo al contrario. Las guerras equivocadas, a la postre, siempre se pierden. No parece que sea conveniente buscar soluciones a partir de una simplificación del sistema que nos sustenta. Similar peligro se adivina en simplificar el territorio de responsabilidad de quienes nos atacan. Se diría que en ausencia de Dios, tendemos a menudo a caer en un exceso de misericordia intelectual, eso que en inglés se conoce como culpabilidad blanca. Un síndrome que nos lleva a cargar con la culpa de todos los crímenes, los que cometemos y los que se cometen contra nosotros. Todo esto no son más que palabras, pero no hay que olvidar que de estas y otras palabras, de estas y otras preguntas, estamos hechos en gran medida.

Hay efectivamente un ahora y unas derrotas muy dolorosas, las de nuestros ciudadanos caídos, pero también hay un antes y un después. Una lucha a largo plazo, cimentada en una reflexión moral, arbitraria en tanto que es subjetiva, pero esencial.

En la calle de Postas, mientras tanto, bailan tango, y un hombre sujeta a una hermosa argentina de rasgos eslavos por la cintura. Estamos hechos de canciones y bailes, y también del dolor de los que caen. Somos un monstruo complejo, nada inocente, desde luego, pero no está claro que debamos respetar a estos jueces. Nuestras hermosas ciudades resisten sobre los túneles en los que se esconde el misterio de nuestra debilidad y nuestra fuerza. No es el peor de los tiempos este que nos ha tocado vivir, pero es duro. Nuestros hijos no duermen tranquilos, tampoco duermen tranquilos los hijos de los demás en ese otro mundo que cada día resulta más difícil seguir ignorando.

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