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Columna
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Eterna juventud

El actor, y hoy gobernador de California, Arnold Schwarzenegger ha escrito un artículo en Le Monde (8 de julio de 2005) para explicar la revolución ecológica que impulsa: desde ahora hasta 2050 pretende reducir la contaminación ambiental de su territorio un 80% por debajo de las cifras de 1990. "Hay que legar a nuestros hijos una California digna de ser el Estado del Oro y un planeta también dorado", concluye. Es una metáfora más propia de los pioneros que de ecologistas, pero que denota la firmeza con que Terminator se toma en serio la "letal amenaza del calentamiento del planeta".

Ecology is business fue un eslogan acuñado por la revista Fortune en Estados Unidos en 1990. He aquí que el cyborg Schwarzenegger se propone, 15 años después, materializar el sueño: "Una empresa que reduce sus emisiones contaminadoras ahorra dinero, es una estrategia ganadora", dice, y desgrana argumentos simples y rotundos junto con las medidas radicales que asegura estar tomando para evitar la catástrofe ambiental. Convertido en ecologista-jefe, Arnold el Bárbaro hace algo más que ganar votos o demagogia que no le perdonarían los muy concienciados californianos. El maduro cyborg se recicla en líder verde: rejuvenece, se pone al frente de la manifestación, su conservadurismo queda diluido en un compromiso colectivo que le liga a las inquietudes de las generaciones jóvenes. Hasta Le Monde lo toma en serio.

La conversión ecológica de la estrella de Hollywood va más allá de la estrategia política o económica: se trata de un claro ejemplo de supervivencia social. Al dedicarse a la cosa pública Arnold no aspiraba a una jubilación más o menos digna, sino a seguir existiendo como referente intergeneracional más allá de su edad, de su historia, de su pasado. Renovarse o morir, ese es su mérito. La ecología radical rejuvenece como una liposucción.

La cultura de la edad es hoy el motor vergonzante de nuestra vida social. Los verdaderos triunfadores son quienes logran traspasar todos sus límites temporales. Así se ensalza tanto al joven precoz como al diplodocus capaz de pactar con el diablo. La filigrana cultural trabada por la edad fija implacables estereotipos en lo que más afecta a los humanos: lo laboral. El trabajo o su ausencia, su éxito o su fracaso, dan sentido hoy a la vida. Todos lo saben: ahora no se está preparado para un trabajo hasta los 30 años -antes no se tiene suficiente experiencia-, pero después de los 40 se puede ser incluso demasiado mayor para determinadas tareas. A los 50 uno ha de enfrentarse al decreto social del declive. A los 60 sólo los mercaderes de eternidad sobreviven laboralmente hablando. El tiempo apremia y angustia a los contemporáneos.

Las cosas son así de duras para una gran mayoría: la edad es una tiranía incluso para ganadores natos. La edad no hace al sujeto ni determina sus capacidades, ciertamente, pero se funciona como si sucediera todo lo contrario. La edad es la manera posmoderna de clasificar socialmente a la gente y domesticar a quienes vivimos entre la abundancia dispersa y la concentración asfixiante, entre estar en todas partes y en ninguna. La edad es hoy un rasgo de identidad personal y colectiva definitivo. Es reciente novedad histórica que lo joven se identifique con el bien, la belleza, la salud, la inteligencia, la acción, el placer, la eficacia. Frente a la juventud todo lo demás carece de importancia. Esa es la situación.

Escuchaba a Serrat hace poco cantar, ante un público entregado, Ara que fa vint anys que dic que fa vint anys que tinc vint anys: una forma distanciada y hábil de sacar partido de tener tres veces 20 años. Serrat ya era ecologista en sus primeros 20 años: cuando sepa lo de Arnold se pondrá tan contento como yo. ¿Un milagro? Ni hablar: la vejez nos vuelve sabios. Incluso a Terminator.

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