De la duda

Nunca han acabado de cuajar las relaciones entre Mahler y Barenboim. Ahora lo intenta con la Séptima, la más compleja de sus sinfonías, la más extraña. Hubo voluntad de indagación y ganas de entregarse, y quizá por eso se advirtió al principio una cierta tirantez en el discurso. Entrega había pero el concepto se perdía en un esfuerzo indudable. Habría que esperar para ir viendo lo que daba de sí una versión que se reveló como una pesquisa. Es verdad que hay directores que a la edad de Barenboim lo tenían más claro, pero no deja de ser apasionante verle buscar tan de cerca. El maestro vivió la entraña de la primera de las dos músicas nocturnas y le vio las orejas al lobo terrible del Scherzo. Quedan por resolver otras cosas, por ejemplo el Rondó final.

Otra cosa es Beethoven. Barenboim construyó una Novena de sólidos cimientos. Contó con buenos solistas -mejor las mujeres, pues Pape floreó de más y Moser anda un poco justito de resuello-, un coro cumplidor y esa orquesta que ya sabemos. Fue una estupenda Novena, qué duda cabe, pero bastante ayuna de compromiso emocional. Es lo que pasa a veces con conjuntos y maestros que van tan sobrados en el repertorio de siempre. Pero, al final, vale más verles dudar que saliendo a hombros.