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Columna
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Policías

Ustedes disculpen, pero en la noche de la teoría todos los gatos son pardos. Quiero decir que hechos que aparentemente no merecen la menor reflexión teórica -por ejemplo: las últimas decisiones del alcalde de Granada- sólo se entienden adecuadamente desde un cierto pertrecho teórico. Ahora tenemos sobre la mesa la cuestión de la policía municipal, y sería un error entender que lo que está pasando es sólo el fruto de una voluntad (perversa o benéfica) del que tiene el poder. En el asunto hay más cosas comprometidas y que van más al fondo de nuestro modo de vida.

El término "policía" aparece relativamente tarde en la política en que vivimos; lo hace cuando el poder político abandona su estrategia de control global de las poblaciones, normalmente con métodos militares, y pone en marcha una tecnología de dominio basada en el control de cada uno de los individuos. Es entonces cuando aparecen los números de la calle encima de cada puerta y cuando se empieza a identificar a cada individuo con un documento sin el que carece de identidad. Esa operación, puesta en marcha por el poder burgués nacido de las revoluciones, en realidad era una versión secularizada del control individual de los individuos que antes, en las sociedades sacralizadas, se ejercía en el confesionario. La palabra policía significaba eso mismo: limpieza, pero esta vez de los pecados civiles, y especialmente del robo, el ataque al sagrado derecho de propiedad.

En España, la policía carece de una tradición laica porque el franquismo la utilizó con los mismos propósitos que en un país de la época de la Inquisición: se ocupaba de gente que no delinquía, sino que pensaba de otra manera, fumaba porros o tenía una vida sexual divergente de la norma. Con la democracia, se hizo todo lo posible por cambiar sus hábitos. Y lo digo literalmente: Martín Villa, ministro ya de Suárez, cambió el color del uniforme de los guardias. Pero las pintadas respondían desde las paredes: "grises o marrones, igual de cabrones". Y también eso lo hemos dejado atrás. Tenemos policía porque es normal que tengamos policía; y además está bien que haya funcionarios que paren los desmanes de la gente sin escrúpulos y protejan a los débiles de la prepotencia de los matones profesionales.

Pero eso no es incompatible con el hecho de que la policía que tenemos no sea un cuerpo de ángeles custodios nacidos sin el pecado original de todos los vicios que nos adornan al resto de los humanos. Ser policía es tener un puesto de trabajo, y cuando se consigue vestir el uniforme la persona que se lo pone no se convierte por eso en una criatura seráfica incapaz de matonismo, xenofobia o extorsión. No son distintos de nosotros, y pueden ser tan justos y tan injustos como nosotros. Y por la misma razón que a nosotros no se nos permiten determinadas cosas, tampoco ellos, la policía, pueden hacer lo que les venga en gana.

Aunque se lo manden. La policía sigue siendo un cuerpo separado de la sociedad porque todavía responde a la lógica militar de la obediencia debida. Y esa es la razón de que en nuestro Ayuntamiento sea imposible crear una comisión de investigación de lo que hace nuestra policía. Perdón: la policía del alcalde.

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