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Columna
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Excusas

El hecho de excusarse por una fatalidad resulta tan raro, que mucho me temo que la mayoría de las veces deberíamos excusarnos por presentar excusas. Nos vemos obligados, no sé, a aplazar una cita y nos enredamos en explicaciones complicadas, a menudo incomprensibles para su destinatario, que lo que menos suele necesitar en este mundo son explicaciones, porque todos andamos un poco saturados de epopeyas ajenas: "Es que, justo a esa hora, tengo que llevar a mi tía Remedios al cardiólogo y..." ¿Y qué? Allá tú con tu tía Remedios, camarada, y allá tu tía Remedios con su corazón, que es el más privado de todos los músculos. "No puedo ir", y basta, y ya vale, porque la excusa no sólo es siempre divagatoria, y a menudo falsa, sino que implica además una especie de arrogancia rebelde con respecto al azar: si conciertas una cita con alguien, lo normal es que algo acabe impidiéndola, porque el azar es una máquina incesante de contratiempos. Lo milagroso es que podamos acudir puntualmente a una cita fijada con una quincena de antelación, pongamos por caso, porque en 15 días pueden ocurrir muchas cosas, demasiadas tal vez: desde un dislocamiento de tobillo hasta una invasión extraterrestre. En la fijación de una cita hay, en fin, una dosis imprudente de optimismo, en buena medida porque cualquier actitud optimista con respecto al futuro conlleva una imprudencia: "Nos vemos el viernes para comer", dices un lunes, sin tener en cuenta la cantidad de imprevistos que pueden surgir entre un lunes y un viernes, porque el fluir del tiempo viene a ser la chistera de un mago burlón y diabólico.

La excusa es una forma de cortesía, pero hay quien comete la descortesía de exigirnos la exégesis de la excusa. "¿Por qué no puedes ir?" Y ahí empieza la vacilación, pues todo el que se excusa de forma detallada titubea, tal vez porque las excusas están hechas de una materia lógica muy frágil: ¿quién puede comprender que anules una cita porque tienes que llevar el perro a la peluquería de perros, en la que tardan más en darte número que en la sanidad pública y humana?, ¿quién va a tomarse en serio la excusa de que tienes un ataque de ciática justo el día en que se casa un pariente tuyo en un cortijo decorado al estilo vienés que está a más de 200 kilómetros de tu casa?, ¿quién va a creerse que te ha salido un flemón justo una hora antes de la gala de fin de curso de tus sobrinos? Todo el que se excusa, en definitiva, miente, por más que diga la verdad. No existen las excusas convincentes: todas son sospechosas. Si no puedes acudir a una comida de negocios o a una cena romántica porque te has muerto, que tus familiares lleven el ataúd al restaurante.

Cuando nos excusamos por algo, por nimio que sea ese algo, nos sentimos despreciables y débiles, unos antihéroes del destino, unos seres incapaces de sujetar con dominio y valentía las riendas de la realidad, que se nos va de las manos a la mínima, como me ha ocurrido, sin ir más lejos, con este artículo, en el que pensaba hablarles de las viviendas de protección oficial, aunque luego ha tomado esta deriva absurda, por lo que les presento mis excusas más desconsoladas, aun sabiendo de sobra la efectividad que tienen las excusas.

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