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Columna
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Babel

En 1916, el escritor austriaco, Stefan Zweig, publicó un artículo que, bajo el título La torre de Babel, revisitaba la vieja leyenda bíblica para aplicarla al sueño de la construcción europea. Dos guerras mundiales y unas cuantas guerras civiles después, no viene mal releerlo, ante una Europa en retroceso y una España amenazada por dos conceptos mágicos de nación, ambos enraizados en la ficción, como todo lo legendario. En una esquina, la madre común, y en la otra, la madre propia. Que esta pelea, no carente de interés en principio, se desarrolle a truchazos, como en las trifulcas de la pescadería de la pequeña aldea gala de Astérix y no bajo las sofisticadas y nobles reglas del marqués de Quensbury, tiene más que ver con la tendencia de unas y otras gentes de Iberia, y de Europa, a la intransigencia, que con la propia naturaleza del conflicto. El fondo de la cuestión, si no he leído mal a Zweig, tiene mucho que ver con la histórica crueldad de Dios contra las construcciones libres de los hombres. Al fin y al cabo, fue Dios quien obligó a los habitantes de Babel a vivir en el aislamiento de sus lenguas. Muchos miles de años míticos tuvieron que pasar para que la arrogancia, es decir, la inteligencia de los hombres, consiguiera derribar ese muro que amenazaba con cercenar para siempre el progreso común. Como en tantas otras ocasiones, fueron los poetas quienes consiguieron volver a construir los puentes derrumbados, quienes a fuerza de intentarlo, consiguieron descifrar las palabras y los versos de sus extranjeros hermanos. Dice Zweig que los hombres agradecieron entonces a Dios, no sin cierta ironía me supongo, que el castigo impuesto se hubiera transformado en un regalo. En la lucha por desenterrar la igualdad, habían descubierto, casi sin quererlo, la pluralidad. A la que el escritor austriaco define como "una unidad más allá de la lengua" y como "la posibilidad de gozar del mundo de muchas maneras y de amar con conciencia más firme la propia unidad en medio de las diferencias". No parecen ahora estas palabras andar muy lejos del tan a menudo ridiculizado discurso del presidente Zapatero. El desprecio que provocan sus utopías nos habla también del poco interés que tienen unos y otros por abandonar la muy lucrativa gestión de sus propias tradiciones, para subirse al carro del esfuerzo común, aquel que le debe más, a la arrogancia, es decir la inteligencia, de los hombres que a la crueldad de todos los dioses. También explica de paso por qué el oficio de traductor es hoy en día el peor pagado del mundo. Del aislamiento de nuestras lenguas se han beneficiado muchos, no sólo ciertos escritores sobresubvencionados. La ignorancia de lo ajeno ha dado en este país, sin ir más lejos, poderosos beneficios políticos, enmascarados bajo los temibles auspicios de desintegración nacional, por un lado, y la misteriosa deuda histórica por otro. Quienes una y otra vez vuelven al territorio de la leyenda sentimental, de la tradición y de la madre patria, continúan peleando del lado de Dios. No es casual que se haya hecho de Madrid, Babel, el enemigo público número uno. La madrastra a quienes todos odian por igual, los unos porque aquí se cuece el fin de todas las tradiciones y el principio de las nuevas libertades, bodas de homosexuales incluidas, y los otros, porque aquí se fraguó la negación de las leyendas autóctonas. Aquí, al parecer, se gestó la traición de la traducción, tan aberrantemente cosmopolita, y se redujo el tamaño de las madres míticas. No es accidental, tampoco, que Madrid y Nueva York, Babel y Babel, hayan sufrido en sus carnes los zarpazos de los dioses extranjeros. Mientras Europa se contrae y España se deshace, no parece tan absurdo el empeño de nuestro presidente por alimentar el crecimiento de esas madres pendientes de recuperación, al que la derecha española se refiere como el chantaje nacionalista. Puede que tras el crecimiento de las madres llegue el crecimiento de los hijos, y después, la arrogancia y la inteligencia de volver a Babel. No a este Babel, Madrid, en concreto, sino a la idea de Babel, que tan cruel ha sido siempre con los dioses y tan generosa con los hombres. Se precipitó Nietzsche, alegremente, al certificar la muerte de Dios, cuando en realidad sólo estaba dormido. La izquierda nacionalista y la derecha española parecen empeñadas en despertar al Dios de sus leyendas, mientras otros sólo esperamos que siga dormido para continuar con nuestras cosas.

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