Flores, de memoria
Es junio, huele a tilos en muchos lugares de San Sebastián: en el Antiguo, el parque de Amara o el paseo del río. Ese olor delicioso me recuerda estos versos de Rimbaud, de un poema titulado sabiamente Novela: "Les tilleuls sentent bon dans les bons soirs de juin..." Huelen tan bien los tilos en las tardes de junio; la suavidad del aire te hace entornar los ojos... Pero esa evocación no está sola en mi memoria; la acompaña indisociablemente un recuerdo que, por desgracia, no tiene nada de ficción poética: estábamos en el cementerio de Alza, en el entierro de Manuel Zamarreño, concejal del Partido Popular en Rentería, que ETA acababa de asesinar. Era, como hoy, un veintiséis de junio. Ese día me acompañaba un escritor andaluz, amigo mío. De repente dijo:
- Huele a jazmín.
- Son tilos-, contesté.
- ¿Por qué los tilos huelen a jazmín?
Y lo entendí como resumen de todas las preguntas de respuesta imposible que aquel nuevo asesinato nos metía dentro de la cabeza.
Han pasado varios años desde entonces y corren otros tiempos. Y no lo digo porque el fin de ETA parezca más cercano que nunca, o si se prefiere, porque parezcan más fiables que nunca los signos, de distinta naturaleza, que indican que la organización terrorista se encuentra en el principio de su fin. Me refiero, sobre todo, a las víctimas de ese terrorismo que durante mucho tiempo han vivido en Euskadi confinadas en alguna forma de olvido: ignorancia, indiferencia, incomprensión, distorsión o incluso desprecio. Ese olvido social es la fuente de muchas desembocaduras que hoy lamentamos, pero, afortunadamente, las cosas están cambiando. Se van ensanchando los espacios de la atención y el reconocimiento, las oportunidades de la expresión; van creciendo las muestras de solidaridad y respeto; se ha abierto incluso, sanamente, el debate, aunque aún queda mucho por hacer.
Este nuevo contexto revela de un modo particularmente significativo la necesidad y la responsabilidad de la memoria. De la memoria colectiva de lo que ha sucedido durante todos estos años. Espontáneamente, pienso que ha llegado el momento de preparar los cimientos para la construcción de esa memoria que tiene que ser un ingrediente referencial del futuro de Euskadi, pero no voy a quedarme con esas dos palabras que connotan fijeza. Voy a sustituirlas, seguramente influida por la evocación de los tilos y por la noticia del Jardín de la Memoria, por otras. Diré entonces que ha llegado el momento de preparar el terreno de la memoria y de sembrarla, porque sembrar es iniciar un ciclo imparable de fertilidad.
El Jardín de la Memoria es una iniciativa del Ayuntamiento de San Sebastián. El proyecto, presentado hace pocas semanas, prevé la creación en Riberas de Loyola de un parque de 30.000 metros cuadrados de árboles, plantas y flores blancas, en recuerdo de las víctimas del terrorismo, y como testimonio de solidaridad con sus familias. La elección de fondo y forma no puede parecerme más acertada. Más que monumentos se necesitan movimientos de la memoria. Y frente a los recordatorios estáticos -monolitos, esculturas o plazas-, un jardín es una composición de recuerdo vivo, en constante actividad, en incesante producción de frutos.
El hecho de que se trate de un jardín integrado en el nuevo paisaje de la ciudad refuerza la idea de la memoria como un barrio imprescindible de cualquier futuro en respeto y en paz. Me imagino anticipadamente a alguien paseando por ese parque, traduciendo el frescor de las hojas, el olor de las flores, el sonido del agua del estanque, a una corriente lúcida de principios y sentimientos memoriados. Identificando bajo la apariencia de cada estación vegetal un segundo sentido común, civil: el invierno de la pérdida íntima; el otoño como evidencia de la tragedia personal y social que el terrorismo representa; el verano de los frutos maduros de la sustitución; la primavera como resistencia, sin cesar renovada, contra lo inaceptable.
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