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A MANO ALZADA
Columna
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Los padres del orgullo patrio

No voy a sumarme a la campaña de linchamiento contra el psiquiatra Aquilino Polaino porque, entre otras razones, me traen sin cuidado las teorías de este catedrático de una universidad católica, apostólica y romana. Pasé un año estudiantil en esa universidad y me alojé en el madrileño Colegio Mayor de San Pablo, propiedad de los Propagandistas. Allí estaba Gori Molubela, un negro de Fernando Poo, a quien luego torturó y asesinó en la cárcel el dictador guineano. El pobre Molubela recibía su dinero, como si fuera un menor de edad, a través del Instituto de Indígenas, una creación franquista muy de la época de Martín Artajo, miembro de la citada secta. Molubela estudiaba, como yo, Derecho en el CEU. Nos hicimos buenos amigos. También se alojaban allí Alfonso y Gonzalo de Borbón Dampierre. Alfonso acabó degollado accidentalmente en una pista de esquí en los Estados Unidos; el otro también murió, pero no eran amigos de Molubela sino del futuro diplomático llamado el Bello Abella, más tarde embajador ante la Santa Sede en Roma. Carmen Sevilla acudía alguna vez a las novenas de la Casa y coqueteaba con Gonzalito de Borbón, al que le pintaba la escayola cuando se rompió una pierna esquiando en Suiza (siempre el esquí). Pues bien, como digo, no quiero linchar a don Aquilino que me recuerda a otro célebre Aquilino apellidado Morcillo, o algo así. Yo no pienso que la homosexualidad sea una enfermedad, ni siquiera un desorden, en palabras de ese jesuita portavoz de la Conferencia Episcopal, quien nos leyó el catecismo en la tele. Lo que creo es que los seres humanos, por el hecho de serlo, estamos todos enfermos desde el nacimiento, incluidos los médicos y otros curanderos del alma.

Se diría que ahora lo que quieren algunos extremistas es hacer famosos a otros extremistas inventando campañas de linchamientos mediáticos. Yo preferiría verlos en el programa de Buenafuente. Cuando una manifestación en defensa de la familia la encabeza Zaplana, que debe ser toda una autoridad en la materia, ¿qué podemos decir los demás? Quizá que la crisis del matrimonio es general y progresiva, dentro y fuera de nuestras fronteras, pues no hay dios que, estando en su sano juicio, se quiera casar por locuras del amor. Ya tenemos bastante con los obligados bautizos y comuniones, y sus listas en El Corte Inglés. De manera que si no se casa nadie, ¿a qué viene este gran cabreo con los matrimonios homosexuales cuando todos deberíamos estarles agradecidos por creer en esa institución llamada a desaparecer?

Los que atacan el matrimonio entre homosexuales atacan a la familia. Y cuentan mentiras pseudo científicas extraídas de unas doctrinas religiosas manipuladas por el cardenal Rouco, el mismo cardenal que ofició en la boda de los Príncipes de Asturias y nos anestesió con su regia homilía. Estos individuos creen en la bondad de las descargas eléctricas tanto en el confesionario como en las terapias hospitalarias de choque. Lo tienen claro.

Yo animaría a los homosexuales a casarse, a separarse y a divorciarse y a volverse a casar cuantas veces tengan a bien hacerlo, como el resto de los mortales hacemos hasta la última enfermedad. Les animaría también a adoptar niños y hasta los animaría a ir de luna de miel a la Ciudad Eterna, donde el infalible pontífice Benedicto XVI imparte su semanal bendición urbi et orbi sobre un mar de creyentes y/o de curiosos. Desde luego este Papa hila fino. Es muy sutil. Ante el presidente de la República italiana, Su Santidad acaba de distinguir entre el laicismo sano o insano del Estado. De nuevo introduce la idea obsesiva de la enfermedad, o si se quiere de la salud como proyecto apostólico. Me pregunto si no habrán elegido los cardenales, sin saberlo, a un Pontífice hipocondríaco. O a un provocador social.

Espero con curiosidad el sano desarrollo de los acontecimientos. Y sólo quiero añadir que me apetece mucho más asistir a una boda de gays (igualmente con sana alegría), que a la repetición de una enfebrecida manifestación entre sudorosos obispos agarrados del brazo de políticos tan clericales como Acebes y Zaplana, padres del orgullo patrio.

jicarrion@terra.es

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