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Columna
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'Che farò senza Euridice?'

Rafael Argullol

Bien pudiera ser, o así lo permite la imaginación, que haya permanecido un tiempo entre nosotros el santo grial del orfismo, depositado en una sorprendente exposición sobre los antiguos tracios organizada a partir de excavaciones relativamente recientes en la actual Bulgaria (Caixafòrum). Para el espectador la sorpresa estriba en la antigüedad y belleza de las piezas mostradas: desconcierta comprobar que mucho antes de la Grecia clásica, a la que los europeos hemos otorgado el inicio de casi todo, hubo una cultura capaz de un enorme refinamiento artístico, a la que se presume, además, una notable complejidad intelectual.

Sin embargo, el espectador más osado puede ir más allá de este desconcierto para concluir que todo se explica si aceptamos que, leyenda o realidad, el más ilustre de los tracios, Orfeo, es uno de los héroes más fascinantes de la mitología universal.

El viaje al infierno de Orfeo anticipa el de muchos otros, entre ellos el de Cristo tras la crucifixión o el de Dante en la 'Divina comedia'

En la exposición hay una crátera ática de figuras rojas en la que se ve a Orfeo tocando la lira. Pero ésta es ya una cerámica del personaje helenizado, correspondiente a una época en que los griegos, quienes tenían a los tracios por medio o completamente salvajes, se habían apoderado ya del mito convirtiéndolo, frente a su propia religión olímpica, en una de las tradiciones religiosas más fértiles. Cuando fantaseo, en cambio, con el santo grial del orfismo me refiero al tesoro escondido entre otros objetos más enigmáticos y primitivos: entre los collares de oro anteriores a la guerra de Troya, entre las fíbulas en forma de barca -quizá la barca que cruza el río de la vida-, entre los vasos en forma de cuerno que acaso contuvieron el jugo de los misterios. Nuestro santo grial procedería de un tiempo en el que la sabiduría estaba recluida en el bosque y Orfeo no era llamado todavía Orfeo. Luego, bautizándolo, la civilización griega quiso domesticar un conocimiento demasiado feraz.

Pero aun domado y ya con nombre griego, Orfeo siguió encarnando gran parte del enigma nacido en los frondosos bosques tracios. No hay ningún otro héroe tan ambiguo, tan polivalente, tan encantador, en el sentido literal de encantar al mundo que le rodeaba. Orfeo, como primer poeta y primer músico, tenía el excepcional poder de amansar a las fieras, detener los elementos e incluso suspender las furias del infierno. Su poder, no obstante, era singular. No tenía nada que ver con el absolutismo arbitrario de Zeus o la fortaleza de Hércules, sino que se fundamentaba en una extraña delicadeza que le permitía mirar el mundo desde las dos orillas. Ni dios ni hombre, ni perteneciente por entero a la esfera de los muertos ni a la de los vivos, Orfeo representaba una propuesta espiritual difícil de entender para los terrenales y sensitivos griegos. Pero era una propuesta cautivadora -¡nada menos que la inmortalidad del alma!- que acabó seduciendo a Grecia y fecundando lo que ahora llamamos Europa.

Como la propia idea de que el alma pueda ser inmortal, la vida mítica de Orfeo es sutil y valiente. En ella no vale la fuerza física, sino la espiritual. Orfeo vence con la flauta y la lira, y cuando, vencido, es sacrificado y troceado, renace con el poder de la música, inmortal como el del alma. Los poetas griegos, tratando de asumir la salvaje sabiduría tracia, hicieron viajar a Orfeo con los argonautas, lo entregaron a las bacantes y lo transformaron en el más aventurero de los enamorados, empujándolo al Hades en busca de Eurídice.

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El viaje al infierno de Orfeo anticipa el de muchos otros, entre ellos el de Cristo tras la crucifixión o el de Dante en la Divina comedia. Orfeo -como el alma inmortal íntimamente asociada a su leyenda- atraviesa la oscuridad para alcanzar la luz. Pero Orfeo nunca hubiera sido tan seductor sin Eurídice, a la que logra rescatar de la muerte y a la que pierde por el excesivo deseo de contemplarla. Aunque en la misma antigüedad algunos creyeron que Orfeo volvería otra vez al infierno para el rescate definitivo, puesto que el gran héroe del espíritu no podía vivir sin la cercanía corporal de su amada: Che farò senza Euridice?

Tal vez ésta sea la inscripción secreta que está en el fondo del santo grial del orfismo. O tal vez sea otra relacionada con las bárbaras costumbres de los tracios relatadas por Herodoto: lloraban, cuando nacía un niño, evocando los dolores que le esperaban y hacían frenéticos festines para celebrar la muerte de un ser querido.

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