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VISTO / OÍDO
Columna
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Hombres de papel

Pasé por la comisaría madrileña de la calle de la Luna y, sentados en la calle, había unos cientos de inmigrantes a 38 grados a la sombra. Ya están legalizados, pero una vez dotados de papeles encuentran que no les valen a menos que sean canjeados por algunos otros que, se dice, estarán hoy legalizados. Hay en Madrid una sola comisaría más para este menester, y no sé cuántas en provincias. En tiempos de los bárbaros romanos -decía un epigrama-, el calvario terminaba en la cruz; aquí no termina nunca.

En este momento hay un comité de sabios para acabar con el Hombre de Papel y cambiarle por el Hombre Digital en un plazo de cuatro años: ya no hará falta el documento sino la electrónica. No sé si llegaré a tiempo: soy un tipo de guerra y posguerra, y llevo una abultadísima cartera en la que se reúnen todos los documentos que hacen de mí un hombre bastante completo. En aquellos tiempos hacían falta todos y no se sabía cuál sería el pase. En éstos, a veces hombre o máquina, me rechazan algo: empalidezco. Hay que renovarlo, está caducado, ha perdido el magnetismo (como yo mismo). Tendré una copia. Pero mientras la tengo me invade la sensación de que esta vez todo puede haber acabado. Si me pasa a mí, a los sentaditos en la calle de la Luna les pasa mucho más: puede ser una trampa, se puede enfadar un guardia, pueden no parecerse a su fotografía o la complicada ortografía de su país se confunde, y eso les puede costar la vida. Sí, para un inmigrante quedarse o regresar es simplemente perder la vida de la que huyeron o emprender nuevamente la travesía del desierto y del mar para volver a la cola de la calle de la Luna.

No va a tener solución. Me dicen no sólo ellos, sino los que se ocupan de ellos por uno de esos raptos de bondad que a veces tiene la gente, que su itinerario por el laberinto administrativo es perfectamente imposible; que sólo pasan por él porque no se suele cumplir todo lo que se les pide y que depende muchas veces de un solo funcionario, no malvado sino perfeccionista, que tiene bien inscrito en su alma el sentido del deber.

Hay que esperar que venga uno menos dotado. Recuerdo que en París no podía cobrar un giro porque en mi segundo apellido había una g de más, cuando todo lo demás estaba correcto. Un inmigrante me dijo que esperase al horario cuando llegaba otro funcionario: el cual ni comentó mi g sobrante.

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