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Columna
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Prescindibles

Hay cincuenta países del mundo, la mayoría de ellos en África, que son los más pobres entre los pobres. En muchos de ellos llegar a los cincuenta años de vida constituye una hazaña, comer todos los días una excepción y acceder a estudios una quimera. Allí, la mayor parte de la gente vive con menos de un dólar al día. Constituye un grupo de países a los que, eufemísticamente, se les llama los menos desarrollados.

Durante las últimas dos décadas, todos estos países han visto cómo sus fuentes de ingresos han ido decayendo como consecuencia de los profundos cambios operados en la economía mundial. Antes estaban explotados por empresas extranjeras que se llevaban la mayor parte de los beneficios que obtenían extrayendo y procesando sus recursos naturales. Ahora ya no tienen siquiera la suerte de ser explotados. Son, sencillamente, ignorados, pues muchas de sus materias primas ya no son rentables al haber sido sustituidas por otras, y tampoco son mercados apetecidos pues allí no hay dinero para comprar lo que los demás producimos.

Condenados a endeudarse tras décadas de explotación colonial y de gobiernos corruptos amablemente tratados por las antiguas metrópolis, estos países vieron cómo los expertos del FMI y el Banco Mundial diagnosticaban a mediados de los ochenta sus problemas económicos, proclamando a los cuatro vientos el carácter de su enfermedad y la receta necesaria para una pronta recuperación. El problema estaba, se dijo entonces, en los fuertes desequilibrios provocados por el exceso de intervensionismo económico y una mala inserción en la economía mundial, expresada en proteccionismo, sobrevaloración del tipo de cambio, y elevados déficits comerciales. En consecuencia, tocaba apretarse el cinturón y eliminar los desequilibrios, tarea para la que debía emprenderse un decidido proceso de liberalización: el mercado sería el encargado de lograr lo que los gobiernos, con su ineficacia, no habían logrado.

Lo cierto es que la situación de estos países no ha hecho sino empeorar a lo largo de los últimos años de aplicación de terapias impuestas por los gurús de algunos organismos internacionales; muy especialmente, del FMI. Los países que albergan al 20% de la población más pobre del planeta tenían en 1990 una renta global que representaba una sexagésima parte (1/60) de la de los países llamados desarrollados. Hoy, en 2005, esa relación es de 1/78. Pero, lo que es peor, en ellos la mayoría de la gente carece de protección y de acceso a los servicios sociales mínimos, en un contexto en el que el Estado se encuentra desaparecido y la violencia se ha convertido en norma. La promesa de un mayor bienestar asociado al libre mercado y a la menor presencia del Estado ha acabado por convertirse en tragedia colectiva.

Hoy, estos países, de la mano de la UNCTAD (Organización de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo), han solicitado la puesta en marcha de un "nuevo Plan Marshall" con un objetivo central: el libre acceso de sus productos a los mercados de los países ricos. Tan solo piden aquello que se les ha venido exigiendo: libertad de mercado. Sin embargo, esta iniciativa ha sido descalificada de un plumazo, tildándola de poco realista. Primero se les ha exigido producir más y consumir menos, y ahora se les impide, una vez más, vender aquello que producen. Los habitantes de los 50 países más pobres de la tierra sólo interesan para ser protagonistas de maratones televisivos con los que recaudar fondos para lavar nuestras conciencias. Las soluciones que pueden ayudar a encarar sus problemas de fondo son harina de otro costal.

Quienes dominan la economía y la política mundiales no les tienen en cuenta, pues ya ni siquiera existe el peligro de que caigan en manos del comunismo. Sus mercados no interesan y sus productos tampoco. Hasta están dispuestos a perdonarles buena parte de su deuda, sabiendo que nunca podrán pagarla. Son, sencillamente, prescindibles.

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