En memoria del cardenal Sin, 'un hombre de puño y letra'
Jugando con las palabras, solía decir al recibir visitantes en su residencia de Villa San Miguel, al norte de Manila, "Welcome to the house of Sin (Bienvenidos a la casa del pecado). Claro, que Sin es un apellido de origen chino que nada tiene que ver con el pecado. Pero al cardenal le gustaba la ocurrencia y la explotaba para romper el hielo de su propio empaque de príncipe de la Iglesia.
La noticia del fallecimiento del cardenal Jaime Sin, por muchos años uno de los hombres más influyentes de Asia, no ha sorprendido. Estaba enfermo desde hacía varios años y las progresivas sesiones de diálisis, a que cada vez tenía que someterse con mayor frecuencia, fueron mermando su capacidad de accion física, ya que no la intelectual, que seguía tan brillante como siempre a sus 78 años.
A la hora de su deceso hay que reconocer el sustancial papel que jugó en las últimas décadas de la historia de Filipinas. Porque, aunque le gustara disimularlo, su apostolado tuvo una profunda dimensión política: algo para lo que el cardenal tenía una vocación -ribeteada de pasión, diría incluso- innata. "Mi deber es llevar a Cristo a la política. La política sin Cristo es la peor lacra de nuestro país", dejó escrito.
Su popularidad en el seno del colegio cardenalicio, al que accedió con sólo 47 años y del que fue su miembro más joven durante una buena época, le hizo abrigar la esperanza de convertirse en el primer papa asiático de la historia; esperanza cercenada por la inusitada longevidad de Juan Pablo II.
De hecho, sus expectativas no eran tan descabelladas. Filipinas -con Timor Este- son los únicos países del sureste asiático mayoritariamente católicos. El catolicismo es, precisamente, el principal rasgo que distingue a los filipinos de sus vecinos malayos. Un catolicismo de frontera y, como tal, musculado, fundamentalista. No hace demasiados años que, en Manila, a las doce del mediodía las empresas paraban su labor para rezar el angelus. Y todavía hoy, en cualquier edificio público hay un altar consagrado para decir misa cuando convenga y, muy especialmente los primeros viernes de mes.
El caótico presidente Joseph Estrada, exultante compendio de los siete pecados capitales, hoy en la cárcel por su mala cabeza y su dilatado bolsillo, celebraba en el palacio presidencial de Malacañán la llegada del Año Nuevo con una misa, retransmitida por televisión, a la que obligatoriamente asistía la totalidad de su gabinete, junto a la cohorte de sus corruptos cronnies, con sus amantes e hijos ilegítimos. La actual presidenta inicia sus consejos de ministros con una oración. Y cuando los ciudadanos son conscientes de la gravedad de un problema, suelen decir con circunspección incontenida: "Recemos", olvidando el sabio precepto que aconseja que mientras a Dios se ruega hay que ir dando con el mazo, si no, mal asunto.
Ese potencial social fue altamente aprovechado por el cardenal, con resultados espectaculares. Está probado que, con un chasquido de sus dedos, Jaime Sin sacaba una millonada de ciudadanos a la calle. Así sucedió cuando Juan Pablo II fue a Manila en 1996. El cardenal consiguió que cuatro millones de fieles se aglomeraran junto a su tan bella como poluta bahía. Con su ardor hicieron que el pontífice necesitara varias horas para acercarse al altar en su papamóvil, algo que no le sucedió en ningún otro de sus múltiples viajes pastorales.
Pero Sin había ya experimentado con éxito el movimiento de masas en anteriores ocasiones; por ejemplo, en 1986, para derrocar a Ferdinand Marcos, que hoy figura en el Guiness Book of Records como el presidente más ladrón de todos los tiempos. Su papel en la estructuración y el desarrollo del People's Power, que removió de su poltrona al dictador -manipulado por la insaciable Imelda- fue fundamental. En un momento dado, ante la pasividad del nuncio de Su Santidad, que arrastraba los pies con excesivo celo diplomático pese a la evidencia del clamor popular, el cardenal voló raudo a Roma. Allí, se hizo recibir por el Papa y le convenció, con lo que la Iglesia lideró el restablecimiento de la democracia en Filipinas de la mano -tan frágil y contradictoria- de Cory Aquino.
Y el cardenal estuvo, una vez más, manejando los hilos, confesables o no desde el punto de vista constitucional, que condujeron a la defenestración de Erap Estrada, en 2001, entronizando a Gloria Macapagal Arroyo.
En definitiva, la democracia filipina le debe mucho al cardenal Sin, cuyos esfuerzos antiglobalizadores fueron también notables.
Pero su sombra ha sido excesivamente alargada en el planteamiento de la teoría, que la presidenta -en deuda política con Sin- mantiene como doctrina oficial: la de la "paternidad responsable" como único método (?) para frenar la desbocada tasa de natalidad de los filipinos, cifrada en un 2,8%, en un país con una población ya de 82 millones de habitantes. Una seria política de control de la natalidad ha sido vivamente recomendada por los organismos internacionales competentes, y sin ella no parece posible, en modo alguno, una mejora de la calidad de vida en el país, donde el umbral de pobreza se sitúa en más de un 35%.
Poca responsabilidad se puede pedir a quienes viven hacinados, sumergidos en un deterioro social de amplias proporciones. Pero el cardenal se opuso férreamente a políticas tan sencillas, efectivas y baratas como el uso de preservativos.
Cuando en nombre de la Agencia Española de Cooperación Internacional, en un programa conjunto con el PNUD pacatamente titulado, para no ofender sensibilidades, de "salud reproductiva", me tocó repartirlos entre la población femenina de Mindanao, el cardenal montó en divina cólera ante la "indigna acción de la madre España" y recordó a sus fieles en unas sonadas -y casi surrealistas declaraciones- que sólo los animales usaban condones. En un brillante artículo de aguda réplica, la periodista de origen asturiano Nines Cacho Olivares escribió que se había pasado varios días observando a sus perros y a sus gatos, sin que nunca lograra atraparles aderezando sus cópulas con adminículos de látex.
El cardenal -pese a sus convicciones democráticas- mantuvo siempre sus distancias con la teología de la liberación. Y sólo puedo pensar que si, con su enorme capacidad de convocatoria, no hubiera sido tan conservador, las cosas hubieran tomado un derrotero muy distinto en Filipinas.
Con todo y pese a las diferencias que nos separaban, Jaime Sin fue siempre un amigo de verdad para España. Su español era correctísimo, plagado de subjuntivos tan sugerentes como sofisticados, propios de su púrpura.
Miembro y animador por muchos años de la Academia Filipina de la Lengua Española, correspondiente de la RAE -y que, por cierto, cuenta entre sus miembros a la propia presidenta de la República-, el cardenal, que estudió una temporada en Madrid, con los recoletos, gustaba de hacer gala de su hispanismo.
Su encuentro, en el año 2000, con Camilo José Cela, que acudió a Manila para recibir un doctorado honoris causa de la Universidad de Filipinas, fue memorable. Cela le confesó que uno de sus deseos más recónditos -citado en alguno de sus papeles- era ser obispo de Manila. El prelado respondía al florete verbal del Nobel con finura singular, mientras paladeaba su bebida preferida -una copa de Cardenal Mendoza- que sus médicos le recomendaban para equilibrar su hipotensión crónica y que el se servía personalmente, argumentando: "Cardenal para el cardenal".
En una celebración pontifical de la construcción, por los españoles, de la catedral metropolitana de Manila, el cardenal se percató de mi presencia y, a mitad de su sermón, en el que mezclaba inglés y tagalo, dijo que lo iba a continuar en español, ya que españoles habían sido los protagonistas del hecho conmemorado. Con su florido verbo, se refirió a aquellos esforzados religiosos que, tras cruzar el Atlántico y atravesar todo México, se embarcaban en el Galeón de Manila, Pacifico allá, hasta arribar a la Perla del Mar de Oriente. "Hombres admirables", dijo, y, haciendo una de esas pausas tan teatrales que daban a sus homilías un tono realmente espectacular, añadió -equivocándose, evidentemente, en el uso de la frase hecha- "eran hombres de puño y letra".
Acabada la misa, fui a presentarle mis respetos y a agradecerle su gesto hispanista. Nada más verme, me dijo: "¿Verdad que me he equivocado en lo de puño y letra?". Le quité importancia al hecho, arguyendo que todos habíamos entendido lo que quería decir. Pero, haciendo oscilar con pesar su cabeza de patricio, me cortó: "Me he equivocado, me he equivocado". Y añadió, sonriendo levemente: "Sólo el Papa es infalible".
Y pude, entonces, apreciar una tenue pero clara nostalgia en sus rasgados -inteligentes y bellos- ojos orientales.
Delfín Colomé es diplomático, ex director ejecutivo de la Asia-Europe Foundation y ex embajador de España en Filipinas (1997-2000).
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