Desasosiegos económicos
Parece que la economía tenga vida propia. Nos referimos a menudo a ella como algo ajeno a nosotros, que nos permite o no realizar ciertas acciones. Más allá de su construcción social, y de su evidente sesgo subjetivo, la economía se nos presenta rodeada de una gran objetividad, como si fuera por el mundo incontaminada. Desde una visión que no creo que compartiera buena parte de la ortodoxia económica, podríamos tratar de definirla como un sistema o mecanismo que se da una comunidad para definir, movilizar, distribuir, utilizar o reproducir los recursos disponibles para resolver en un determinado momento histórico las necesidades de todos los miembros de una sociedad, incorporando también factores intergeneracionales. En cambio, acostumbramos a ver en su definición más convencional la mención expresa a la gestión de recursos escasos. Pero, no parece que los recursos sean tan escasos si contemplamos la riqueza disponible. Por tanto, quizá deberíamos ver hasta qué punto estaríamos aceptando sin rechistar como natural algo que es claramente una interpretacion política.
La economía no es algo que nos pasa. Es una construcción intelectual, social y política, en la que intervienen actores con fuertes recursos y que se nos aparece con notables dosis de opacidad, aprovechando un analfabetismo económico generalizado y hasta cierto punto provocado. Desde esa lógica, todo objeto es simplemente un recurso. Pero también las personas nos aparecen como recursos, cuando uno en su ingenuidad imaginaría que deberían ser el centro del quehacer y la preocupación económica. En muchos casos se nos justifican ciertas decisiones o se priorizan determinadas opciones apelando a lo legítimas que son ciertas necesidades, aunque casi nunca sea claro porque unas necesidades son más legítimas que otras. En los últimos tiempos la nueva ortodoxia exige que el mercado se proclame como el único y mejor instrumento racional y viable para la asignación de recursos. Y ante esa nueva supremacía que sustentan los grandes organismos de ordenación económica global, no hay condicionamiento posible. Si las comunidades, los territorios, los países, quieren seguir siendo competitivos, las condiciones de trabajo deberán ser reconsiderados. Condiciones laborales más precarias, tiempos más largos, menor dignidad en el ejercicio profesional. La propia Organización Internacional del Trabajo nos dice que cada vez es más difícil incorporar grandes sectores sociales a "trabajos decentes" (www.ilo.org/public/spanish/decent.htm).
En esa visión económica global y globalizadora los territorios pasan a ser, simplemente, receptores potenciales de inversiones. Si las grandes extensiones de Brasil sirven para soja transgénica, lo único que debe hacerse es "adaptar" (léase talar grandes superficies de selva) esas áreas para la demanda existente, sin que los costes ambientales y sociales que ello implica entren en consideración. Predomina la visión "extractiva" de los territorios y personas. Pero si bajamos a esferas más próximas, la cosa no mejora. Si en el campo global lo que destaca es la poca capacidad de controlar, de exigir responsabilidades a los decisores, en el campo de lo próximo, de lo local, observamos como muchas actividades evidentemente económicas no cuentan. La creciente presencia de la llamada "economía informal" como mecanismo de subsistencia de muchas personas, es sistemáticamente ignorada. Y es igualmente clamorosa la ausencia de consideración económica del trabajo doméstico o social. Si uno lava su ropa, su trabajo no es económicamente contabilizable. Si lo hace para la vecina, y recibe unos albaricoques por el favor, pasa a ser quizá productivo, pero se mantiene en la informalidad. Y si lo hace con licencia para un par de vecinos, y sobre todo, si recibe dinero por ello, alcanza la condición de pequeña empresa y entra en un escenario contabilizado y aparentemente controlado. En ese peculiar mundo, la escuela pública es simplemente un gasto, o a lo más, un espacio de producción de recursos humanos. Lo mismo sucede en diversas formas de trabajo social que hacemos por doquier, pero a nadie le interesa si eso no implica transacción mercantil y monetaria.
No es fácil imaginar cómo salir de ese escenario tan aparentemente rodeado de legitimidad y de aureola de invencibilidad. La llamada economía social no ha tenido un devenir sencillo en nuestro entorno. La loable labor de cooperativas u otras alternativas no estrictamente mercantiles han ido tendiendo muchas veces a procesos muy centrados en sus propios protagonistas, sin demasiados impactos o interacciones externas. En América Latina se han ido extendiendo fórmulas estables y notablemente sólidas de alternativa económica, como salidas de supervivencia-resistencia ante la crisis y los ajustes económicos provocados en gran medida por las recetas ortodoxas aplicadas sin miramientos por los grandes organismos económicos internacionales. Mucha gente, como los de FETS, la gente de la Cooperativa L'Arç, de Trebol, o la labor de apoyo del Colectivo Ronda, va generando trama, urdimbre económica alternativa. Una gota en el mar de la competitividad, pero una demostración que la economía social y solidaria no es sólo una economía para pobres.
Hace ya años que Karl Polanyi en una magnífica crítica de la sociedad capitalista nos decía: "corresponde a la sociedad orientar el funcionamiento de los mercados y no a los mercados determinar cómo debe funcionar la sociedad". Y concluía que no era aceptable que las relaciones sociales estuvieran tan condicionadas por un sistema económico que había limitado su razón de ser a un único móvil: las ganancias. Quizá deberíamos dar más oportunidades a otros valores y principios de organización de la vida económica y social como los de la economía social y solidaria.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.
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