Funeral por el 'curator' equivocado
Durante los noventa, Harald Szeemann se convirtió en una especie de dios mortal para las últimas generaciones de curadores cuyo máximo deseo era alcanzar el estatus de apóstol divino al frente de una gran bienal de arte. Ahora, en Venecia, suenan las exequias por el comisario suizo, fallecido hace pocos meses, y la organización de la bienal ha decidido dedicar el nombre de una avenida en I Giardini al que fue su director de 1999 a 2001, dos ediciones que funcionaron como bisagra de un cambio de milenio preparado para soportar en una gran "platea de la humanidad" los acentos destructores de un mercado que había abandonado la burbuja por la apisonadora. Hasta Rosa Martínez, que en esta edición ha compartido el comisariado con María de Corral, le ha dedicado su trabajo en el catálogo de la muestra.
No existe un discurso unitario, una pequeña historia que contar antes de irnos a la cama
Szeemann, que llevó el arte chino a su máxima visibilidad cuando era director de la 48ª edición de esta bienal, ya no podrá ver la infalibilidad de su ojo visionario, ahora que el Gobierno de aquel país se ha hecho con el espacio más deseado del Arsenale veneciano y que además aspira a tener un pabellón propio en aquel escenario de la vieja industria naval de la Serenísima. Como tampoco verá la evolución de tantos artistas crecidos bajo su pupilaje, como Adrian Paci, Olaf Nicolai, Kimsooja, García Rodero, Jimmie Durham, Bruna Espósito, Stephen Dean o Pilar Albarracín. Como todos los grandes creadores, Szeemann sufrió de excesos, fue un gran narrador y un mal poeta, demasiado generoso para que alguien le imite; y al final de su carrera, perturbado por su poderío y la falta de inteligencia de los que le contrataban a golpe de talonario, se convirtió en un clown autodestructivo. Atrás quedó su impetuoso lema "live in your head" que acuñó en 1969 para la Kunsthalle de Berna, con el que aludía a que los conceptos, las situaciones y las informaciones son las formas en las cuales las actitudes artísticas son concretizadas; o su glorioso trabajo en la Documenta 5 (1972), punto de origen y final de tantas cosas.
Y si ahora suena la leve epifa
nía del culto a su memoria debería ser por el Szeemann que perdurará, y no por el más desafortunado, el que se refugió en la guarida del éxito rodeado de los mercaderes en sus jaulas, dispuestos a saltar sobre él. Este funeral veneciano es por el curator equivocado. No se entiende si no por qué la bienal mejor formalizada de los últimos años, la que más suspicacias levantó y la que más airosa ha sabido salir, la más sigilosa, contenida, y la que menos ruido mediático ha levantado, se ha convertido en el exponente máximo del dirigismo de la hidra del mercado, con sus muchas cabezas... galerías, fundaciones, coleccionistas y embajadas. No. O nos hemos equivocado de funeral o aquí nos han robado el cadáver.
Dos obras señalan las restricciones ideológicas con que el visitante debería afrontar el paseo por esta bienal. La primera, instalada en la fachada del pabellón de Italia dirigido por María de Corral, la firma Barbara Kruger -artista norteamericana que en esta edición ha obtenido el León de Oro a su carrera- y en ella se lee la frase "you make history when you do business" (haces historia cuando haces negocio). El lema del pabellón: "La experiencia del arte". Y una pregunta al aire: ¿puede hoy triunfar la sensibilidad estética sobre su propia vulnerabilidad?
La segunda, la firma Rem Koolhaas en uno de los espacios del Arsenale, territorio dirigido por Rosa Martínez, y muestra en una serie de banderolas la mórbida contradicción que existe entre el oficio del arquitecto y el amplio espectro de acciones potenciales que puede generar su trabajo en manos del capital, un estado que él califica de "patético" al hacer de él un espectador pasivo de su propia creación. El holandés analiza la expansión de la arquitectura destinada a contenedor de obras de arte y su efecto en la "audiencia global", y traza un lúcido paralelismo entre la regeneración/degeneración de las infraestructuras museísticas adornadas de cifras millonarias que el arquitecto nunca alcanza a controlar y la rehabilitación del Ermitage de San Petersburgo.
A partir de ahí, y como argumenta Hal Foster en su artículo seminal sobre el fin del arte, en el que, retomando a Adorno, habla de la necesidad de creadores, conservadores, historiadores y espectadores de "seguir viviendo", de no permanecer en un perpetuo estado de melancolía patológica, de no enterrar el cadáver equivocado, más bien, ante la carencia poshistórica del arte contemporáneo, "crear nuevas narraciones, historias contextualizadas, no grands récits", deberíamos anticipar que la bienal 51ª de Venecia, en su camino viático, está con un pie en el hoyo del capital, y con el otro vive el tormento de su propia mudez, nada de pequeñas historias, nada de empezar de nuevo. Un síntoma es que la mayoría de los artistas representados, si no casi todos, vienen trillados de los últimos eventos internacionales, la bienal del Whitney, La Habana, Santa Fe, Moscú, São Paulo, Johannesburgo, Documentas y Manifestas.
La bienal diseñada por María de Corral es pacata. La de Rosa Martínez tiene el agón de su mentor, Szeemann. En ninguno de los dos casos se aporta nada nuevo, que es como decir que ninguna de las dos comisarias se cava su propia tumba. No existe un discurso unitario, una pequeña historia que contar antes de irnos a la cama. De Corral ha creado un limbo con mosquitero y ahí ha puesto a dormir a sus artistas preferidos, los que ha defendido a lo largo de su carrera, en museos, bienales, colecciones: Tàpies, Marlene Dumas, Juan Uslé, Juan Muñoz, Bacon, Hernández Pijuan, Stan Douglas, Jenny Holzer, Cildo Meireles, Philip Guston, Tacita Dean, Tania Bruguera, Thomas Schütte, Perejaume, Thomas Ruff... Casi todos, trabajos bien presentados, correctos, de un notable justito, sobresaliendo los de William Kentridge, Tacita Dean, Stan Douglas y Dan Graham.
Rosa Martínez ha preferido dor
mir con sus padres. Y, así, tenemos que en su viaje fragmentario a lo Corto Maltese por el Arsenale, siempre un pasito más allá, como reza su lema, descubrimos que es posible hacer convivir a Pilar Albarracín con Samuel Beckett, a Louise Bourgeois con Leigh Bowery y a Nikos Navridis con la Guerrilla Girls. Al margen de la frivolidad -y aunque la comisaria prefiera verla como una "oportunidad única para inventar nuevas formas de vecindad entre artistas, disciplinas y audiencias"- es de justicia reconocer algunos trabajos que mantienen en alto la antorcha de este tipo de eventos, como el Jardín del Edén de Sergio Vega, las siempre subversivas guerrilleras en la niebla, que rodean la lámpara hecha con tampones higiénicos de Joana Vasconcelos, la entrañabilidad de la Bourgeois turca, Semiha Berksoy, o los divertidos barroco-povera del grupo Centro de Atención, creado por Pierre Coinde y Gary O'Dwyer, que ofrecen al visitante la oportunidad de escoger la música por Internet que sonará en su funeral, preparado para la ocasión.
Destacar, además, lo mal que le sienta a un trabajo tan clásico como el de García Rodero la vía conceptual y el agrandamiento del formato. O los ruidosos reclamos de Mariko Mori y Francesco Vezzoli, que alimentan la siempre penosa servidumbre de "hacer la cola" para asistir a un espectáculo deliberadamente plano. Sobre los pabellones, habría que hablar también del declive de los llamados "fuertes", el inglés, el francés -premiado por el trabajo de Annette Messager-, el alemán o el austriaco. Pero ésa es otra misa de difuntos a la que nadie quiere acudir para dar el pésame.
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