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¿Otro modelo de Estado?

Tenemos que echar la vista atrás por unos instantes y recordar alguna cosa. Me consta que es menester que no suele ir acompañado de la objetividad, pero creo que en este caso cabe escasa polémica.

Volvamos a los instantes en que se elabora y aprueba nuestra actual Constitución. Momentos de euforia nacional. Y una vez más, reincidencia en nuestro histórico pecado: ¡la gran lección que habíamos dado al mundo! Algo que predicamos hacia dentro y hacia fuera. Ejemplo a imitar. Habíamos transitado sin trauma alguno, sin revancha y en maravilloso consenso, del autoritarismo a la democracia. Y teníamos un Rey que quería serlo de unos y otros, de vencedores y vencidos, de los de dentro y de los del exilio. Muchos de éstos volvieron y hasta se incorporaron a la vida política sin que nadie pasara cuentas a nadie. ¡Ahí había estado el punto central de todo! En las Cortes Constituyentes nacidas de las primeras elecciones generales de 1977 pudieron oírse intervenciones de franquistas más o menos democratizados y de socialistas y comunistas que supieron dejar en la cuneta no pocas demandas en pro siempre del consenso. ¡Bendito consenso! Venía para, de una vez, poder convivir en paz. Se superaba la gran dicotomía histórica de las dos Españas que tanto daño y tanta sangre había originado otrora sin la menor piedad. Nos pusimos los trajes de europeos y nos lanzamos a repetir por doquier el gran milagro que la España eterna acababa de realizar. Por fin la libertad. Y los partidos políticos. Y los sindicatos horizontales. Y el sufragio de todos. Ya nadie tendría derecho a mirarnos con recelo. Ya no éramos diferentes. Ahora sí que los años podrían ser triunfales y no como en la de inmediato llamada "oprobiosa dictadura".

Pero hasta logramos un éxito todavía más difícil de obtener. Para acabar con el "opresor centralismo" y para reconocer "los hechos diferenciales" hasta dimos a luz un nuevo modelo de Estado. El prontamente llamado "Estado de las autonomías" o "Estado autonómico". La verdad es que no había mucha precisión en el término. Pero sirvió. Venía no únicamente a descentralizar. Ni muchos menos. Iba más allá. Las regiones y nacionalidades tenían vida propia. Estatutos de gobierno propios. Parlamentos y competencias que a nadie debían. Y hasta la puerta permanentemente abierta para asumir cuanto el Estado quisiera transferir o delegar de sus propias competencias (Art. 150,2). No se podía pedir más. La ya bautizada "España plural" afloraba por doquier. Y hasta "lo diferente" parecía adquirir más valor que "lo común". Las banderas pasaban a valer más que la Bandera. Y lo de cada uno más que lo de todos.

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Sin embargo, los fastos no tuvieron mucha duración. En realidad, ya durante el proceso constituyente la minoría vasca anunció su total discrepancia con el texto constitucional. Lo anuncian bien claramente Bandrés y Letamendía cuando la Cámara rechaza la moción de un Título VIII-bis que pretendía el reconocimiento constitucional del derecho de autodeterminación. Las palabras del primero de ellos en la sesión del Senado de 4 de octubre de 1978 no ofrecen la menor duda y vaticinan lo que va a ocurrir en el inmediato futuro: "Ha quedado constitucionalizada esa España oficial, en lugar de quedar constitucionalizada la España real (...). En todo caso, yo estoy obligado a hablaros y deciros que para nosotros, la izquierda abertzale, la autodeterminación es un hecho irrenunciable, aparezca o no en la Constitución". Quedaba claro el problema. Y, efectivamente, el pueblo vasco no votó la Constitución en el referéndum que puso fin al proceso. La grieta quedaba abierta y, por ende, nada puede sorprender de lo que hasta hoy mismo ha ocurrido, a pesar de la aprobación del Estatuto y del juego en sus límites establecido.

La empresa de llegar al Estado de las autonomías constituyó un camino nada fácil. En aras de la anunciada objetividad hay que constatar que la derecha heredera del régimen anterior, liderada por Fraga en AP, acabó por asumirlo. Sin entusiasmo. Pero lo hizo. Como a no escasa parte del pueblo español, le costó bastante la imagen de muchos parlamentos, muchos gobiernos, muchas administraciones, muchos himnos (por cierto, el nacional, el de todos, sigue hasta hoy sin letra y sin gesto especial de saludo: me duele que cuando, por citar algo cercano, se interpreta en los campos de fútbol cada uno haga lo que quiera, con la excepción del capitán del Real Madrid, llamado Raúl, que siempre da ejemplo a imitar) y, en fin, muchas competencias que parecían debilitar al Estado. Pero, con todo, se cedió. Y el pueblo español, muy mayoritariamente, otorgó su plena confianza a la nueva forma de Estado. Que ahí ha estado, funcionando mejor o peor. Pero que sigue vivo y parece servir.

En nuestros días, y al resguardo de una anunciada reforma constitucional, todo parece venirse abajo. El Gobierno ha marcado los límites. Pero también, sin quererlo, ha "abierto el melón". Y lo de las autonomías entra en el debate. De manos de algunos partidos e, igualmente, por obra de algunos estudiosos. Hemos entrado en el peligroso aquelarre. Sin mucha precisión científica, aparece la demanda federal que, se quiera o no, es algo completamente distinto a la forma actual de Estado (existencia previa de Estados que ceden soberanía en un algo superior con fines de unión). De afirmaciones de federalismo perfecto o imperfecto. De semi-federalismo. De Estado federalizante. De Estado plurinacional. De Nación de naciones. De federalismo asimétrico. De Estados asociados. Y, últimamente, de conjunto de comunidades nacionales. Resulta difícil la cita de todas y cada una de las formas puestas en la palestra. Las más de las veces sin el menor rigor y de forma atropellada. Y, por cierto y no por azar, sin que lo de Patria común que afirma nuestro texto constitucional aparezca por ningún lado.

El resultado de este espinoso camino no puede ser más penoso. Entre otras razones, por dos que están ahí y resultan innegables.

En primer lugar, lo de "lección al mundo" y consenso para la larga convivencia resulta una enorme falacia. Un país que, a estas alturas del mundo y, sobre todo, de Europa, anda mirándose al espejo cada mañana y preguntándose qué somos, qué es eso que hasta ahora llamamos España, nos conduce al peor nivel de subdesarrollo. Al nivel de tribus en colisión. Resultaría que España, a lo largo del siglo XX, ha sido, sucesivamente, Estado centralizado (con la Restauración), Estado integral (con la Segunda República), Estado fuertemente unitario con escasa descentralización (con el franquismo), Estado de las autonomías (con la democracia y hasta ahora) y esto, lo otro y lo de más allá con el camino abierto. ¿Qué pajolera lección vamos a dar? Salvo la imagen de algo trágico o cómico, no se me ocurre otra cosa. Y esto, con una Unión Europea en marcha.

Y, en segundo lugar: no seamos ingenuos. La casi totalidad de estas "nuevas definiciones" lo que esconden es algo muy sencillo: la aspiración a la independencia. A la simple y clara separación de la actual España para convertir la parte en todo (así lo apuntaba ya Ortega). En nuevos e independientes Estados soberanos. En algunos casos hasta se afirma sin recato. Lo federal es un simple paso para, de inmediato, ir más allá. El recuerdo de la Primera República vuelve a aflorar, pero, claro está, con el olvido de la Cartagena que quería ser parte de los Estados Unidos de Norteamérica (no se postergue el bando de Roque Barcia) o del cantonalismo que florece durante nuestra última guerra civil, hace desaparecer la peseta, todo se hace mediante "vales" y en mi archivo obra hasta un curioso documento en el que es posible leer lo que sigue: "Vale por un porvo con la Lola".

Si somos medianamente serios, dejemos en paz el actual modelo de Estado. España no puede estar al albur de trifulcas en pro del independentismo. Seguir por este camino en el que nadie puede fijar el fin porque todo acaba "siendo diferente por esto o aquello" es negar la historia y el sentido de la búsqueda de "lo común", que así han nacido todas las naciones. Lo contrario es la vuelta a la dificultosa unión de tribus. O al regreso a don Pelayo y el volver a empezar. Con bochorno y no con euforia.

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político en la Universidad de Zaragoza.

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