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Vivir peligrosamente

Proliferan últimamente las malas noticias sobre nuestros jóvenes: un adolescente se suicida en el País Vasco porque no puede soportar el acoso al que lo someten sus compañeros; otra chica acaba de hacer lo mismo en Elda por causas poco claras; en Hospitalet, una pelea entre una banda de inmigrantes y otra de escolares nativos casi se lleva a la tumba a uno de ellos; en Berga, una trifulca durante las fiestas acaba con la vida de un joven... Tanto y tantos casos, no sólo en España, sino en todo Occidente.

Antes que nada quisiera prevenir dos interpretaciones igualmente sesgadas. La primera, muy propia del catastrofismo de los medios de derechas, tiende a relacionar estos sucesos con los inmigrantes o con la política del Gobierno, los interpreta como un síntoma de blandura, en la misma línea que las presuntas cesiones ante ETA, ante el tripartito catalán o ante el eje franco-alemán. La segunda, propia del tancredismo mediático de izquierdas, interpreta que el asunto no tiene importancia, que este tipo de cosas ha ocurrido siempre. Pues bien, permítanme discrepar de unos y de otros. Ya sé que algunos de estos jóvenes son emigrantes y que su violencia es la típica de los niños de la calle, pero también es verdad que los virus sólo se propagan en un medio adecuado y aquí, según parece, han encontrado un buen caldo de cultivo. No creo que el Gobierno sea responsable de preparar las probetas, a no ser por omisión, porque resulta mucho más difícil hacer una ley contra la violencia juvenil que contra la violencia doméstica, ya que, si ésta suele estar sometida a un pacto de silencio, aquélla con más razón y, además, los afectados serían menores sin responsabilidad penal. Pero la táctica del avestruz tampoco resuelve nada: los que ya no somos niños ni jóvenes sabemos que en nuestra época esto no pasaba o, mejor dicho, que ocurría de otra manera.

Una escritora inglesa que respondía al seudónimo de Richmal Crompton supo elevar la anécdota a categoría creando aquel inolvidable personaje de Guillermo Brown y su banda de proscritos. Guardo celosamente los libros y les he vuelto a echar un vistazo. Mayor agresividad imposible: allí menudean las moraduras, los cortes y la sangre. No hacía falta acudir a la bibliografía, por lo demás. Acuérdense de ustedes y seguro que encuentran episodios menos novelescos, pero idénticos en lo fundamental. Ahora es difícil, cuando no imposible, ver por la calle o en el patio del colegio a un chico con la pinta de nazareno que tenían los de esas pandillas. Y, sin embargo, aquello no era nada comparado con lo de hoy.

¿Qué está pasando? A mi modo de ver, dos cosas: uno, que un modelo educativo equivocado está creando una generación débil, mal preparada para luchar en la vida; y dos, que un modelo cultural, no menos erróneo, es incapaz de suministrar las claves socializadoras que podrían compensar aquella debilidad. Sospecho que acabo de perder algunos lectores porque esto que estoy diciendo es políticamente incorrecto y algunos lo tildarán de conservador. No me importa. A veces hay que arriesgar si se aspira a comprender el mundo y no simplemente a dejarse llevar por él. Voy con la primera causa. Es imputable a cierto pensamiento pedagógico, muy popular entre la progresía, la idea de que educar resulta posible sin forzar la voluntad o sin reprimir. Todos conocemos niños y niñas que hacen lo que les da la gana, pequeños monstruos que se han convertido en los verdugos de sus padres porque estos, dicen, no quieren darles una educación severa como la que ellos, afirman, tuvieron que padecer de sus padres. Y esto te lo cuentan mientras el pequeño salvaje está gritando porque no le compran la enésima chuchería y al tiempo que tú apartas la cabeza para que no te alcance el objeto que la fiera acaba de arrojarte con furia. Estos padres, que empiezan a ser mayoría, mandan a sus protodelincuentes a la guardería y luego al colegio con la sana intención de librarse de ellos cuanto antes. Sin embargo, no parecen darse cuenta de que el árbol torcido requiere medidas disciplinarias extraordinarias. Al contrario: esperan de sus sufridos profesores que eduquen a sus retoños, aunque, eso sí, suave y persuasivamente, nunca con medidas coercitivas. El resultado lo conocemos: incapaces de desarrollar ningún trabajo que requiera esfuerzo, los escolares vegetan en el centro sin progresar ni adecuada ni inadecuadamente hasta que les llega la edad de salir a enfrentarse con una vida libre para la que no están preparados ni en lo laboral ni en lo psicológico.

La segunda causa del desastre es consecuencia directa del modelo liberal que tanto gusta a los neocon. No nos engañemos; el no francés y su continuación holandesa han supuesto un desastre para Europa, pero nuestros compatriotas del norte nos han dado una buena lección. Aquí votamos a lo tonto, sin calibrar lo que se estaba dilucidando; fue, un poco, la actitud de los padres de todos esos chicos y chicas. Porque el modelo de economía liberal de mercado no sólo acarrea paro, deslocalizaciones, empleos basura, destrucción del medio ambiente y recortes continuos en la sociedad del bienestar. También tiene consecuencias psicológicas graves, entre ellas que, al entronizar el individualismo como modelo de actuación social, privilegia al trepa sobre todos los demás. Nunca antes se había hablado de triunfadores y perdedores como si se tratase de etiquetas morales más que de calificaciones ocasionales: se admiraba a aquéllos, pero la sociedad acogía en su seno a todos los demás, a los que no se consideraba perdedores, sino gente normal. Nunca antes se había elogiado públicamente a los promotores de un pelotazo urbanístico y se había mirado con indisimulada irritación a los habitantes de barrios o de predios rurales incapaces de seguir la estela del progreso. No me gustaría estar en el pellejo de uno de nuestros jóvenes: les piden que sean de los ganadores, que aplasten a los que les rodean, pero, al mismo tiempo, carecen de la fuerza moral y de la preparación intelectual necesarias para lograrlo. La única salida que les queda es la violencia. Una salida que se les ha ido imbuyendo sibilinamente en comics, películas y juegos de ordenador en los que un héroe solitario acaba con todo bicho viviente.

Ya termino con el sermón. Es verdad que lo propio de la juventud suele ser no conformarse con el mundo que la ha visto crecer y enfrentarse a él viviendo peligrosamente. Siempre fue así. Los jóvenes airados que en 1936 se alistaron en los ejércitos de uno y otro bando lo hicieron creyendo que lograrían cambiar un mundo que no les gustaba, aunque luego les engañaran de manera miserable: estos jóvenes vivieron peligrosamente. Los que desde 1950 se lanzaron a desempeñar los empleos más duros y peor remunerados de Europa también vivieron peligrosamente, si bien terminaron aburguesándose y dando pie a una sociedad conformista como nunca la había habido entre nosotros. Y los que entre 1968 y 1975 se enfrentaron a la dictadura franquista no dejaron de vivir peligrosamente, aunque a la postre arramblaran con casi todos los puestos. Hasta los de las últimas generaciones, los de los ochenta y los noventa, sobre sortear los cantos de sirena de las drogas, tuvieron que vivir peligrosamente la honda transformación tecnológica que ha cogido al mundo por sorpresa. Pero lo de los adolescentes de hoy mismo es mucho peor porque viven peligrosamente sin grupo que los apoye y sin objetivo que los legitime. Viven peligrosamente porque sí: a eso se le llama, lisa y llanamente, suicidio.

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. (lopez@uv.es)

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