Qué se puede hacer
La semana pasada escribí un apasionado llamamiento a los franceses para que votaran sí. Una petición hecha por un británico que apareció publicada en la primera página de Le Monde el día anterior al referéndum. Tal vez contribuyó a la enorme ventaja del no.
Para muchos franceses, si los británicos creen que una cosa es una buena idea, eso es motivo añadido para sospechar de ella. En esta campaña, una de las principales objeciones francesas a la Unión Europea representada en el tratado constitucional era ser demasiado "británica", es decir, demasiado ampliada e integradora de nuevos países, demasiado anglófona y demasiado prendada de la economía liberal de libre mercado. En un sondeo entre los franceses que votaron no, el 40% dijeron que habían rechazado el tratado porque era "demasiado liberal".
Los franceses y los holandeses acaban de pronunciar un sonoro 'no' al tratado y a lo que consideran una Europa británica
Blair haría mal en ser el primero en decir que no piensa celebrar un referéndum, con lo que se convertiría en un chivo expiatorio muy cómodo para Chirac y otros
Sarkozy tuvo un comentario fascinante sobre el resultado del referéndum: "Debemos volver a nuestro modelo social; la realidad que ha perdido"
Ahora bien, ¿es posible que el no francés -sobre todo, seguido del holandés- tenga precisamente las consecuencias que pretendían evitar? Un comentarista francés, Alain Duhamel, observa con tristeza que el voto francés del 29 de mayo puede significar el nacimiento de "l'Europe anglaise" (más bien, écossaise, en el caso de Gordon Brown, el ministro británico de Economía, que es escocés; pero los franceses, como casi todos los europeos continentales, siguen confundiendo a los británicos con los ingleses). Según Duhamel, Francia ha renunciado a su posición de liderazgo en Europa. Utilizando la metáfora que ha dominado en los últimos 40 años, el eje franco-alemán ya no es el motor de la Unión. Chirac está debilitado y Schröder está en la cuesta abajo. ¿Quién queda? Blair y una Europa británica.
Advierto con alarma que este mismo análisis lo hacen también algunos en Londres, y no sólo a mil kilómetros de Downing Street. Se invocan visiones de Blair y Gran Bretaña al rescate del proyecto europeo durante nuestro turno de presidencia de la Unión, en el segundo semestre de este año, y se insiste con entusiasmo en que lo que Europa necesita, ahora más que nunca, es una reforma económica y social de tipo británico. Sólo así podremos enfrentarnos a los dragones de la globalización. Ha llegado la hora de Londres. ¡Por Inglaterra, Tony y San Jorge!
Este análisis tiene toda la razón y, al mismo tiempo, está completamente equivocado. Tiene toda la razón al decir que la introducción de más reformas es la única forma de que los países más desarrollados de Europa dejen de perder puestos de trabajo en beneficio de los países del centro y el este de Europa, donde la mano de obra cualificada es más barata, y, sobre todo, en beneficio de Asia. Pese a todos sus defectos, el blairismo -o, para ser más exactos, el Blair-Brownismo- es, de toda Europa, el que ha conseguido estar más cerca de combinar el estilo empresarial estadounidense con la solidaridad europea. Es uno de los motivos por el que el New Labour acaba de ser elegido para un histórico tercer mandato. Y es lo que hizo que, antes de la guerra de Irak, muchos miembros del centro-izquierda y el centro-derecha en el continente se apuntaran al blairismo.
Pero, al mismo tiempo, el análisis se equivoca por completo. Porque la forma más segura de garantizar que Europa no adopte esta línea de acción que necesita es que el primer ministro británico la defienda, en tono misionero, precisamente ahora. Los franceses y los holandeses acaban de pronunciar un sonoro no al tratado y a lo que consideran una Europa británica. O sea, es el momento perfecto para que un primer ministro diga "muy bien, mes amis, habéis hablado, y he llegado a la conclusión de que lo que necesitáis es una Europa británica".
Seguir con los referendos
Además, aunque fuentes del Gobierno británico -especialmente el ministro de Exteriores, Jack Straw- reconocen en privado que lo más seguro es que no haya referéndum en Gran Bretaña, prácticamente todos los Gobiernos de los demás países que pensaban convocarlo están diciendo que van a seguir adelante. Ésa es también, hasta ahora, la postura de la presidencia luxemburguesa, que va a dirigir la cumbre de la UE este mes, y de la Comisión Europea.
Existen argumentos formales, políticos y democráticos a favor de este compromiso -por otra parte, ligeramente surrealista- de seguir impulsando una causa perdida. El formal es que el tratado prevé que todo el mundo tiene que ratificarlo. Si, de los 25 Estados miembros, hay 20 que lo han hecho pero cinco que no, el próximo otoño tendrá que volver a manos de los líderes de la Unión, y el Consejo Europeo decidirá cómo proceder. El argumento político es que no queremos una Europa en la que todos los países sean iguales, pero unos sean más iguales que otros. ¿Si Dinamarca dice no, es un problema para Dinamarca; pero si Francia dice no, es un problema para Europa? Los países pequeños también tienen derecho a expresar su opinión. El argumento democrático es que los debates sobre la ratificación han logrado que, por fin, los ciudadanos de Europa vuelvan a interesarse en el proyecto europeo. Por supuesto, ése era el objetivo inicial de todo el proceso constitucional. En este sentido, su fracaso es testimonio de su éxito. Nadie puede decir que los franceses no hayan mantenido un serio debate popular sobre Europa.
En algún momento, todos tendrán que darse cuenta de que la causa del tratado constitucional está verdaderamente perdida. Sin embargo, es posible que se tarde en llegar a ese punto durante toda la presidencia británica, e incluso tal vez más. Independientemente de las presiones políticas que sufra, Blair haría mal en ser el primero que diga que no piensa celebrar un referéndum, con lo que se convertiría en un chivo expiatorio muy cómodo para Chirac y otros. Ya existen suficientes temas de discusión en los que Gran Bretaña y Francia van a encontrarse en lados opuestos: el presupuesto de la UE y el reembolso británico, la directiva sobre la jornada laboral, la directiva sobre servicios. Sería una tontería añadir a éstos un gran enfrentamiento entre los dos modelos de reforma socioeconómica. Al hombre desgraciadamente escogido por Chirac para ocupar el cargo de primer ministro, el poet manqué napoleónico Dominique de Villepin, le encantaría librar otra batalla de Austerlitz, aun con el riesgo de que acabase siendo otro Waterloo.
No, lo más prudente que puede hacer la presidencia británica es no ser nada blairista, si quiere lograr, al final, el triunfo estratégico del blairismo. Nada de sermones misioneros. Nada de iniciativas de primer ministro pensadas para acaparar titulares. En su lugar, una diplomacia discreta y paciente y una labor de consenso muy europea. La presidencia británica no debe aspirar a ser la refundación del proyecto europeo, sino a preparar el terreno para esa refundación. Con el tiempo, el proceso de ratificación llegará a su fin y el blairismo de verdad obtendrá más aliados. En las elecciones alemanas del próximo otoño tiene muchas probabilidades de ganar la democristiana Angela Merkel. Si De Villepin fracasa, Chirac quizá se verá obligado a recurrir a su rival acérrimo, Nicolas Sarkozy. Sarkozy tuvo un comentario fascinante sobre el resultado del referéndum, cuando, con el lenguaje de la Europa social, lo que pidió en realidad fue una reforma radical. "Debemos volver a nuestro modelo social", dijo, "la realidad que ha perdido".
El blairismo real
El blairismo real, que es lo que necesita Europa para su modelo socioeconómico, sólo tiene posibilidades de ser aceptado si la Gran Bretaña de Blair no se empeña en ser su gran apóstol. Del mismo modo que el anticomunista Richard Nixon fue el único que se pudo permitir el lujo de abrir relaciones con la China comunista o la nacionalista de derechas Margaret Thatcher la única que pudo renunciar a Rodesia, Sarkozy y Merkel son los únicos capaces de vender el blairismo al resto de Europa. El objetivo de Blair debe ser que, durante la presidencia austriaca del próximo año, la UE proponga soluciones muy parecidas -en el fondo, si no en la retórica- a las suyas. Y entonces debería aplaudir con elegancia esa magnífica iniciativa nueva de franceses y alemanes.
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