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Columna
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Lo que vio Haro Ibars

Vicente Molina Foix

Bellos patinadores adolescentes suben y bajan por el paseo de Recoletos, un relámpago sobre ruedas. Y de golpe, crujir de huesos, sesos machacados, la sangre a borbotones, todo en mayúscula y sin puntuación, que así lo escribía Eduardo Haro Ibars en un episodio de El polvo azul, sus "cuentos del nuevo mundo eléctrico". La primera edición de ese libro, con una bonita portada trans-pop de Julián Vallejo, es de 1985; tres años después, recién cumplidos los 40, moría Haro Ibars, y hoy, más que releer sus versos y sus prosas, que siguen siendo de época, leemos su vida perdularia en un libro, Eduardo Haro Ibars: los pasos del caído, finalista del último Premio Anagrama de ensayo. Elevado al altar de los muertos malditos por el mismo autor (el periodista J. Benito Fernández) que le puso aureola a un vivo, Leopoldo María Panero, en otro libro también publicado por Anagrama, Eduardo Haro Ibars pertenece más a la historia de la contra-cultura que a la de la poesía o la novela, y tal vez por eso haya una cierta aunque despiadada justicia poética en el hecho de que la truculencia, la droga, el pequeño atraco a mano armada y la gesticulación intempestiva constituyan lo esencial de este extenso recuento biográfico.

Yo traté muy poco a Eduardo, y por eso tuve la suerte de conocer sólo el lado amable, inteligente y hasta divertido de la persona (justo lo contrario de lo que me pasó con Leopoldo María, amigo muy íntimo y admirado del que, al convertirse en los últimos años en un ejecutivo de la transgresión más estéril y plasta, huyo como de la peste, utilizando la palabra 'artaudiana' que a él le tiene que gustar).

De Eduardito (cercano a los 40 y ya muy desmejorado por la mala vida, mantenía trazas y rasgos juveniles enormemente atractivos, que llevaban naturalmente al diminutivo) se sabía el lado oscuro, y no sólo por el paroxismo a veces sanguinario de sus escritos de ficción, como el que cité al principio. Se podía ver en su piel; aún recuerdo, de un breve encuentro nocturno en el desaparecido Drugstore de la calle Velázquez, las quemaduras frescas y simétricas de sus manos, que luego supe por un amigo común que el propio Eduardo se hacía como auto-castigo o provocación a sus acompañantes.

Concebido por el autor como una crónica detallada casi día a día, el libro tiene para mí el atractivo de reflejar un Madrid que no viví (ausente de España en la década de los setenta) y que -real o ficticio- aparece como emanación de la personalidad de Haro Ibars y no tanto como decorado de sus andanzas. Resucitan muertos que tuve muy presentes en vida (Isabel Cardona, Jesús Ruiz Real, alias La Jesusa, Popi Gavito, que así era su apellido, con v, y no con b) y recupero, si es la palabra, escenas que tal vez podría haber vivido de estar aquí, con protagonistas próximos a mí en otras peripecias: Javier Gurruchaga, María Calonje, Mariano Antolín Rato, Víctor Crémer, Gerardo Bellod, Juan Gómez Soubrier y el esotérico poeta Antonio López Luna, conocido en el siglo (pasado) como Alascok-Ish de Luna. Supervivientes del orgiástico aquelarre sesentayochista y de las movidas a granel. Excéntricos en el sentido más inglés de la palabra. Beautiful losers, perdidos algunos sin remedio y tal vez primordialmente bellos en el recuerdo.

Leyendo a Fernández sabemos que a Haro Ibars no le gustó nada Arrebato, la película de otro legendario de entonces, Iván Zulueta, que ahora vuelve a tener, merecidamente, más de 15 minutos de fama. Los polos opuestos se rechazan, incluso si el malditismo les centra, y esa incomprensible ceguera de Eduardo me trae a la memoria el encontronazo que viví en una sala de proyección de la calle Villanueva entre dos mártires del cine underground español, Adolfo Arrieta y Antonio Maenza, horrorizado el primero tras el pase privado de El lobby contra el cordero, película seminal del segundo.

Haro Ibars vio más de lo que pudo contar; su atracción por los faunos arrabaleros y otros frutos prohibidos le quitó tiempo y vida. Nadie que yo haya conocido vivió con mayor autenticidad y riesgo la pasión de los extremos. Podía ser un día abertzale, y al siguiente, escandalizar a sus amigos progres haciendo el saludo fascista. Así deben de ser los ángeles caídos.

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